ENTREVISTAS A JOSE PEDRONI
CUATRO PREGUNTAS A CUATRO POETAS
Pedroni, López Rosas, Urondo, Saer.
Entrevista de Roberto Conte
(Revista «Punto y Aparte»,
Santa Fe, Nº 5, Set. de 1957)
Se reproducen sólo las respuestas
de José Pedroni (Nota del Editor)
Roberto Conte: Así como existen rasgos definidos que caracterizan a la poesía clásica, romántica o modernista, cree Ud. que hay igualmente caracteres determinados –formales y esenciales− (la división es al sólo efecto de la claridad) que nos permitan hablar de una poesía contemporánea; ¿cuáles son?
José Pedroni: Estamos hablando de la poesía, que de todas las artes es la más difícil de exponer. Existe y se siente, pero su naturaleza es tal, que no se explica. Yo, que creo hacerla no me atrevo a definirla, y si no fuera por no pasar de desatento, me limitaría a contestar: No entiendo. Lugones, tildado de dogmático, sostiene que la poesía es emoción y música, sujeta a ritmo y rima; Eluard, que es el lenguaje que canta; Güiraldes, que es aquello hacia lo cual tiende el poeta. Me complace esta vaguísima definición que elude la controversia por admitir el misterio, y que se despreocupa del modo y el ordenamiento. La poesía es inefable, como el amor. Quizás haya un símil figurativo de ella: la flor flagrante. Ergo: no es la estructura lo que cuenta sino la genuina e inconfundible esencia, y lo primero vale como elemento de contenido y comunicación de lo segundo. Tal la responsabilidad del verso, que no es poca. Siendo el lenguaje poético una expresión de la sensibilidad donde la voluntad no rige, y supuesto que no es honesto sujetarlo a forma y fin, se justifica que no me interese la existencia de una poesía con denominación genérica sino la permanencia de la poesía como fenómeno de belleza.
Es indudable que la gran aventura que vive la humanidad ha dado y está dando ejemplares poéticos que se manifiestan preocupados por el destino de ésta y que tienen en el lenguaje un agente de estremecimiento y sostén del hombre. El movimiento es fuerte de progreso y visión ancha, y se le reconoce novedad conceptual y constructiva. Pero es fuerte porque la emoción es su potencia generativa. De la función humana de esta poesía le viene el marbete de «social» y hasta el sorprendente de «comprometida». Pero lo social no es absolutamente nuevo. Virgilio, cincuenta años antes de Cristo, hace poesía social en la forma de su tiempo, y dando un gran salto para situarlos en nuestro pasado cercano, nos encontramos con Whitman, Martí, Hernández, autores de una magnífica poesía de igual contenido. ¿Para qué, pues, las abstracciones con lo que es accidente de un invariable latido?
Lo que me preocupa, eso sí, es lo que ocurre con la nueva generación, que se muestra muy diferenciada y poco comprendida. A un gran sector de ella se lo ve en la experiencia de la libertad extrema que renuncia a la resonancia o la espera en el futuro. Sus enrolados, administran la economía hasta en los signos: ubican curiosamente las palabras, sea para darles resplandor, sea para descubrir su densidad oculta; no estiman la música, que si la usan es muy sutil y de fondo; descuidan la claridad, y especulan con la facultad de adivinación del lector a quien crean un conflicto de interpretación. Este, no educado, se confunde y desmoraliza. Frente a ellos, mi posición es de respeto, pero incrédulo. No puede ser otra ante un lenguaje que pocas veces alcanza a comunicarme la emoción de belleza. Un arte sin ecos, de soledad, ¿para qué sirve? ¿por qué se hace?
Roberto Conte: ¿Podría indicar si según su criterio se ha modificado la actitud personal del poeta frente a la sociedad y aún frente a sí mismo con relación a su responsabilidad creadora?
José Pedroni: Sí. Es un renacimiento que nace de la conciencia histórica, y el mismo es notable en la península, sintiéndose también en Hispanoamérica y en otras latitudes. La voz la da Antonio Machado: «Si algún día tuviereis que tomar parte en una lucha de clases no vaciléis en poneros al lado del pueblo que es el lado de España, aunque las banderas populares ostenten los lemas más abstractos». Lo acompaña el grito de León Felipe y tiene en Miguel Hernández, campesino, la exaltación del sacrificio. Alberti, Juan Ramón Jiménez, Moreno Villa, Vallejo, Neruda, Guillén, son nombres claves de ese movimiento. En otras lenguas: Hikmet, Hughes, Maiakovsky, Aragón, Eluard… Pero el panorama argentino no es el mismo. La manera de ser de nuestros grandes no ha cambiado, como si faltara emoción ante los hechos. La excepción de algún ejemplar aislado no modifica la regla. El coro de hoy es el de ayer, y se presenta como no tomando parte en el drama social, y, consiguientemente, en falta con la función del creador mensajero. Esto es pecado cuando el poeta, por persistir en una modalidad de uso fácil y sencillo, pone tierra en medio para no oír su corazón, y no lo es cuando la intención es pura y sincero el impulso. No intento un descargo. Hay algo de misterio en el proceso creador emocional o intuitivo, y la juzgar la obra ajena, debemos ser cautelosos de nuestras reacciones, si no queremos caer en lo que podría ser un acto de crueldad. Nadie está obligado a escribir lo que no siente. Pedir cuentas al poeta, que no hace más que cantar su aventura, no me parece lícito.
El poeta, que de tarde en tarde viene como a interrumpir el orden normal, no puede ser medido como el común de los seres. La discutible definición de Hugo –«un poéte est un monde enfermé dans un homme»− (un poeta es un mundo encerrado en un hombre) obliga, cuanto menos a la consideración prudente de tan singularísima criatura. Hemos dicho que la poesía no se hace deliberadamente. Responde a una necesidad, a un desahogo del alma. Si este desahogo se resuelve en una expresión extemporánea y sin auditorio, el poeta será un ser de biología. Si el canto, como la miel, es compuesto por el jugo que se extrae de la vida, y entra vivientemente en el pueblo que reconoce en él mismo su sustancia y lo prohija, el poeta será lo que es una suerte que sea: un ser histórico. Así la mayoría de los grandes poetas de España, desde Quevedo a García Lorca, tan impregnados de pueblo, y tan fieles a él, que son como si la propia tierra los hubiera alumbrado. La perdurabilidad de la voz del poeta en la boca del pueblo, es el premio y la gloria. Recordemos a Leo Larguier. «… il faut, quand le soir tombe, qu’ un homme dans cent ans, murmure un de tes vers» (…es necesario, al caer la tarde, que un hombre de cien años, susurre uno de sus versos), y al poeta hindú: «Mi canción seguirá hablando en tu corazón vivo».
Roberto Conte: ¿Considera Ud. que existen en el país poetas que están trabajando con un sentido que responde a las exigencias esenciales e individuales que demanda la poesía contemporánea; puede dar nombres?
José Pedroni: Sí, existen. Portogalo, R. González Tuñon, Córdova Iturburu, son tres nombres de mi generación, y muchos poetas jóvenes, algunos con excelentes posibilidades.
Roberto Conte: ¿en qué medida y con qué atribuciones el poeta puede ser útil a los hombres de su medio y de su tiempo?
José Pedroni: Orientando el presente hacia la felicidad, por adivinación del porvenir, mediante una voz comunicable. El canto hacia la esperanza, sostiene y guía.
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EL HERMANO LUMINOSO
Entrevista de José Eduardo Seri
(Diario «La Capital » de Mar
del Plata, 13 de enero de 1960)
Antecedentes
Hace dos años aproximadamente, el firmante de esta nota, interrumpiendo su viaje a Rafaela detuvo su marcha en la ciudad de Esperanza. El nombre tan verde de esa linda población santafecina (santafecina con «s» aunque se enoje la Academia) lo venía sugestionando desde hacía tiempo. Allá, en la médula de la ciudad –vital, poderoso, con proyecciones humanas y divinas−, habitaba un hombre. Un ser dulce, puro corazón, que alguna vez había estremecido el alma de la patria con la armonía casi milagrosa de sus cantos.
Apenas el viajero descendió del ómnibus (porque viajaba en un ómnibus), ávidamente preguntó por él. En el acto, un hombre humilde –acaso, Mihail el guardahilos, tan celebrado en uno de sus libros por aquel creador de raíz universal− lo condujo hasta la puerta de una fábrica de arados, cuyo nombre, naturalmente, no viene al caso. Había en esa fábrica de todo lo que puede haber en una fábrica de arados: hierros, rejas, motores y relucientes hojas de metal. Cuando el viajero fue atendido preguntó con vos trémula por el ser angélico que tanto y tan hondo se le había metido, enraizándose, en la admiración y el afecto.
Desde el fondo de la fábrica, un grito estentóreo, amargo y negativo, le dejó al visitante la sangre pálida:
−¡Dice que no puede recibir a nadie!... ¡Está muy ocupado!
Ante la comprobación de tal recibimiento, no quedó sino un recurso. Irse. Irse otra vez, porque irse era, después de todo, no sólo una solución decorosa, sino que además, de muy especial manera, la reflexiva conjugación de un verbo que, luego con el andar de los años jugaría en la vida del visitante un papel de auténtica realidad dramática.
Había que irse, pues, pero no sin amargura, sin decepción, sin desencanto por los hechos del hombre que, a veces, engañan deliberadamente o asumen en la majestad de la vida un rol que no les corresponde, negando, traicionando, haciendo en fin, todo eso que suelen realizar ciertos seres cuando a costa del dolor ajeno dejan tras de sí un reguero que no es luminoso ciertamente.
Y otra lágrima se le cayó al viajero. ¡Y éste −pensó− es el hombre que ha estremecido en corazón de la República; el magnífico hacedor de cantos; el realizador de cosas superiores; la entraña palpitante que tan profundo ha calado en la raíz del pueblo!... ¡Gran Dios!... ¡Qué pena comprobar la autenticidad de ciertos hechos!... Y el viajero –deprimido mucho más que Napoleón cuando se supo prisionero de los ingleses− retomó el hilo de su itinerario y llegó, como es natural a Rafaela. En esta ciudad, afortunadamente estaban –y están todavía− Mario R. Vecchioli, José Bucchi y una mujer compañera –Edelmira Chizzini− que fue quien, en síntesis, le ayudó al caminante a vivir y a recuperarse. Un milagro, pero un milagro con alas, con vocación de cielo, con largas y hermosas estaciones de sueño, ideal, de palabras de aliento, de sangre abastecida por el fervor y enriquecida por el latido del alma de las cosas.
Antes de descender en Esperanza, el visitante sabía, como es lógico, quién era aquél creador que, valiéndose de un tercero, le negó el abrazo en la fábrica de arados, precisamente, «el hermano luminoso», tan querido y tan justamente celebrado por Lugones en página memorable aparecida en «La Nación», de Buenos Aires, cuando ese creador había dado a luz su segundo libro: Gracia Plena, documento poético de los que ya no se ven en este país –desgarrado, torturado y enloquecido, por el drama de los acontecimientos−.
Y el viajero sabía también que ese creador había nacido en Gálvez (Santa Fe), al iniciarse la primavera de 1899; que sus padres eran Gaspar y Felisa Fantino. El primero constructor, natural de Lombardía (Italia); la segunda hilandera, originaria de Piamonte; que su esposa se llamaba –se llama− Elena Chautemps y que, además tenía –y tiene− cuatro hijos: Omar, José María, Juan Carlos y Ana María. Y sabía, asimismo, el frustrado visitante, que en el lugar de su nacimiento ese hombre había permanecido hasta la edad de trece años; que en 1912, su familia –residente ya en Rosario− había dispuesto que estudiara mientras se desempeñaba como cadete en la fábrica de un cerealista; que ese hombre –muchacho todavía− se había quemado las pestañas leyendo, estudiando y concurriendo de noche a la Escuela Superior de Comercio de Rosario, donde había obtenido, tras largos desvelos, su título de Contador. Conocía, además en viajero, otro antecedente ilustre: que en 1923, cuando publicara La gota de agua, había recibido como recompensa por esa perdurable labor intelectual, el Segundo Premio Nacional de Letras, es decir, un espaldarazo de los mejores para quien, como él, aseguraba y confirmaba su destino con la publicación de su primer libro.
Todo lo sabía el viajero, menos, naturalmente, que un día, en la puerta de una fábrica de arados, ese creador, valido de interpósita persona, le haría gritar con voz estentórea, amarga y negativa:
−¡Dice que no puede recibir a nadie!... ¡Está muy ocupado!... ¡Gran Dios!... ¡Que pena comprobar la autenticidad de ciertos hechos!...
El milagro
Bueno; la verdad es que la vida pasó volando. ¿Qué son, después de todo, doce años cabales? ¿Qué importa que durante esa docena de años, el tiempo –este duro y hermoso tiempo del hombre− haya cubierto al viajero del polvo de casi todos los caminos?
Lo digno, lo puro, lo que ensancha el alma y la dignifica, es estar aquí, en esta ciudad de mar y cielo, junto a hombres de jerarquía y a seres que por su nobleza, su integridad y sus principios, no hacen nada más que embellecer el instante consecutivo de todas las horas.
Antonio Gil Salort, el hermano tálense que así como compone sus «Montieleras», arriesga, sin la guitarra, otro acorde en la música de su alma, trajo la noticia, la querida noticia del milagro:
−José Pedroni está en Mar del Plata y envía la fraternidad de su saludo…
Fue bastante. Tanto, en realidad, que enseguida dimos con él, pero no sin antes, por cierto, haber ocupado una infinidad de taxis y de haber recorrido kilómetros de playa, viendo, observando, preguntando. Lindas muchachas de bronce nos cruzaban la diagonal del paso; hermosas mujeres doradas por el sol oceánico estuvieron allí, delante de nosotros, escuchando la súplica de reclamo perentorio.
Y vino el abrazo. El abrazo que –no por culpa de Pedroni, precisamente, y sí a causa de zafio servidor de la fábrica de arados− se había demorado en el tiempo, en un lapso de doce años que casi abarca el tamaño de una vida.
Y con el abrazo, vino la paz. Y vino también el vino, esa limpia sangre de la vida que, cuando se bebe con amor y con alegría, desata la lengua y pone sobre los hombros la magia de un elemento casi desconocido. El mismo Pedroni, al dorso de la adición de cifras astronómicas, lo comienza por decir en una copla que, más que una copla inventada, sobre el mantel parece un «mea culpa», redivivo y condenatorio:
La culpa la tiene Horacio
gran artífice latino,
que muy fuerte o muy despacio
hizo el elogio del vino.
Y si no, la tiene Omar
que por empinar el codo
no se hacía de rogar,
pues se lo bebía todo.
Pero no se crea. En la vida del poeta no todo suele ser el contenido, más o menos ocasional, de una copa fina y hermosa con las que, con tanto gusto, ponderaba el inmortal Omar Kayyam cuando, por ejemplo, estremecía a Persia con aquello, tan suyo, de «la noche hace huir a las estrellas con la piedra de bronce». Y porque en la existencia de los poetas existen, además, otros y muy fundadores elementos, Pedroni, el gran Pedroni que hoy es más que nunca «el hermano luminoso», cuenta para el país, por primera vez, en razón de qué y por qué el maestro Leopoldo Lugones saludó la aparición de su verso con palabras que aún siguen estremeciendo la carne doliente de la República:
−Fíjese usted, querido Seri. Don Samuel Glusberg, actualmente en Chile –hombre sea dicho de paso, a quien tanto le debe la cultura literaria del país−tenía en su poder listo para editar, los originales de mi libro Gracia Plena, un poemario que escribí de noche, como deslumbrado por la luz de una lámpara, cuando supe que mi mujer, esta mujer mía que tanto alabo y quiero, iba a tener nuestro primer hijo. Don Leopoldo Lugones –alma grande y noble que, como usted sabe, andaba siempre con un destello de amor en la mirada− accidentalmente leyó, en casa de Glusberg, el poema inicial de mi libro. Allí, en esa casa, sobre la marcha, me escribió, pleno de fervor, una carta que, si la memoria no me traiciona, decía de la siguiente manera, luego de otras consideraciones de menor cuantía: «Y ojalá que todo el libro fuese así para tener el gusto de saludar a un nuevo porta con toda la alegría de que soy capaz».
Como ve usted, un hombre puro y limpio, espontáneo y generoso, que a mí me cupo luego, el altísimo honor de conocer y de tratar de cerca. Y, por sobre todo, de quererlo con el entero afecto, tal, en realidad como él –el gran desaparecido como usted lo llama− lo merecía, no sólo por su genialidad creadora, vital y formidable, sino que, esencialmente, por las muchas virtudes que acompañan su persona, como la sombra al cuerpo. Después, ya conoce usted lo que vino. Vino, precisamente, aquello tan difundido de «El hermano luminoso». Y vinieron además, otras muchas y lindas cosas: desde otro Segundo Premio Nacional de Literatura por mi Monsieur Jaquín (año 1956) hasta la maravilla de mis nueve nietos, muchachos que llenan la vida mía y de mi esposa.
Tanto, al decir verdad, que en la actualidad –acaso, para asignarle a los niños de mi patria un nuevo y más armonioso sentido de la existencia− hago títeres; títeres, precisamente, en el tratrito «Pedro Pedrito», fundado por mí en 1957 en compañía de un maestro de dotes poco comunes: Ricardo Borla que es, por su corazón, un hombre que vale toda la plata del Potosí. Entre él y yo, adiestramos a los titiriteros: 4 niños y dos jóvenes, con los cuales además fabricamos los muñecos: unos 50 , más o menos, que constituyen –hay que decirlo− nuestra propia felicidad. La escenografía, compuesta por unos 25 telones, es obra de un pintor modesto dependiente de la Dirección de Ornamentación de mi provincia natal: «Gonzalito», hombre también de alma fina y hermosa.
Los vestidos de los títeres son hechos por los niños y jóvenes del equipo y por las buenas madres de Esperanza, esa palabra verde, que usted, amigo mío, pondera sin reservas.
Quiero decirle, además, que las obras que representa «Pedro Pedrito» son escritas por nosotros y hemos dado ya más de 30 funciones: en Esperanza, Santa Fe, Rosario, Rafaela, Gálvez, San Carlos, Moisés Ville, Humberto Iº y otras poblaciones que, como es natural han quedado patéticamente deslumbradas por la magia y las virtudes de nuestro querido «Pedro Pedrito».
Cómo me gustaría, de veras, que con intervención de las autoridades municipales –el profesor Luis Falcone, por ejemplo− pudiera un día debutar aquí, en Mar del Plata, ese teatrito que todos llevamos en el alma, tal vez, porque no hemos perdido, como usted, como yo, el niño y el ángel que guardamos, como en una caja, dentro del pecho… ¡De veras, cómo me gustaría!...
El hermano luminoso
Este es, en otras palabras, José Pedroni, altísimo poeta nacional, que no niega su concurso a las mejores disposiciones de la mujer y el hombre y que ama, con su mejor buena voluntad de amor, el mundo maravilloso de los niños. Este es, también, el hombre que registra en su haber consagratorio, dos premios nacionales y otros (años 1957, 1958 y 1959) del Instituto Judío Argentino de Cultura e Información llamado «Alberto Gerchunof», en homenaje precisamente a quien, como él, hizo a través de su vida y su obra una latente y esperanzada manifestación de afectos, puesta incondicionalmente al servicio del pueblo.
Este es asimismo, el ser humano, que ahora, próximo a dar a luz Cantos del Hombre, trabaja con fe por los días futuros: por lo días, justamente, que le anuncian a la patria entera y luminosa un porvenir mejor y más alto. Este es también el autor celebrado en todos los países de habla hispana, que, desde el día augural de La gota de agua, ha publicado sucesivamente, Gracia Plena, Poemas y Palabras, Diez mujeres, El pan nuestro, Nueve cantos, Monsieur Jaquín, el árbol sacudido (una antología fuera de comercio) y Hacecillo de Elena, un canto de amor tendido como una alfombra mágica, a los pies de su esposa, una admirable mujer de ojos azules que, cuando mira detenidamente acapara el océano y se inventa, para júbilo del gran poeta que es su marido, un pececillo de oro, que de pronto, parece que anhela escapar como con alas del mundo anímico que le asiste.
Este es, en fin, «el hermano luminoso», es decir, el poeta y el hombre –tan admirables el uno como el otro− que nunca nos negó, no, el abrazo que un día quisimos darle en la puerta de una fábrica de arados.
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PEDRONI HABLA DE POESÍA
Entrevista de Alonso Enrique Barrientos
(Diario «La hora dominical », Guatemala, 1960)
A su vuelta de la ciudad de México, el poeta argentino José Pedroni, aceptó dar un paseo conmigo, desde la zona 5 hasta el parque Centro América. Con aquella natural sencillez de su carácter que no tiene nada de postizo ni de calculado, Pedroni se dio a caminar a pie, conmigo, como si hubiera sido otro de los nuestros, cediendo paso de cuando en cuando, a las mujeres que transitaban con el hijo al cadril, por las estrechas «veredas» o andenes de nuestras calles. Iba el poeta, en todo el trayecto, como evadido, como subyugado por todo aquello que iban captando su ojos grises, y que le parecía la inmanencia del mundo maya.
José Pedroni es un argentino descendiente de italianos en quién está ausente aquel rasgo áspero del carácter rioplatense que, extremando la observación, ha obligado a algunos a llamarle «atorrante». La pedantería porteña, que fácilmente se traduce en pesadez y en «cargantes» amaneramientos, no es rasgo en Pedroni. Por en contrario. Hay en él un «itálico modo» de desenvolverse que le viene muy bien, armonizando su estatura con el brillo dorado de su cabello y sus cejas marcadamente negras. No es amanerado, es sencillo, con aquella sencillez que sólo puede manifestarse como trasunto de una cultura definitivamente incorporada al espíritu del hombre. Íbamos, decía, camino del Parque de Centro América, y al ritmo del paso, aprovechando no sé qué silencio del poeta, pude deslizar esta frase:
Me gustaría saber qué concepto de poesía prefiere usted, o cuál ha considerado más cercano a su propia concepción poética.
−Decía Ricardo Güiraldes: «Poesía es aquello hacia lo cual tiende el poeta», con lo cual se dice que la poesía es de esencia desconocida, e inefable, como el amor. Existe, sin duda, y se deja analizar con descubrimientos que sorprenden a los mismos que tienen la facultad de hacerla; pero por más sensibilidad y versación que se posea para intentar comprenderla, aprehenderla y reducirla a fórmula, ella es siempre la aparición que se aleja de su perseguidor sin mostrar el rostro. Es la eterna vencedora del estudio y el retrato, protegida por ese «no sé qué» de irreal y vaporoso que la envuelve y que suele desvanecerse con sólo mudar de sitio una palabra, por ser la manifestación de una misteriosa área interior que parece encontrarse más allá del entendimiento.
Otro rasgo notable de la personalidad de Pedroni es la belleza de su dicción. Habla el poeta y parece que escribiera. Las palabras más dulces del idioma se van aglutinando unas con otras como en sus versos. (Habíamos llegado a no sé qué calleja por allá por la Terminal de Autobuses, cuando el poeta se quedó mirando a dos indios que cargaban a espaldas dos grandes bultos. Le vi asombrado. Le noté observando con más dolor que curiosidad. «Barrientos, este es un problema que ustedes deben resolver sin esperar más…»).
Pero hay una poesía «intelectual» que mejor se pliega a la voluntad del autor, dije yo, volviendo al tema de mi pregunta.
−Tampoco la voluntad o la reflexión cuentan en el hecho poético, antes bien, son estas presiones desfiguradoras, porque la poesía nace del alma del poeta y tiene la pureza de la lágrima. El canto resulta de una necesidad, como el llanto. No se llora pensando sino sufriendo; y sólo es cuestión de simpatía que se llore en un pañuelo de color y se cante en un hexámetro. Yo acostumbro a cantar con el primer verso que se me aproxima y que me certifica con su diligencia servidora la instantánea adecuación de la forma al tema. Feliz aquel poeta cuyo canto necesita de la vida para hacerse, porque la obra que realice documentará la aventura de su alma en su tiempo y el servicio de aquella a éste como valor que conforta, profetiza y redime. Y más feliz si ese canto reclama algún heroísmo de su parte.
−He leído, no sé donde que es usted un notable poeta social.
−Nuestra poesía social, si existe, resulta de defender la alegría, la esperanza, la verdad y la luz de nuestro pobre canto, pero en especial de preservar de todo daño a ese amigo que va con nosotros y con quien se habla a solas con la ilusión de hablar a Dios un día, como debe haberlo alcanzado Machado, el gran poeta de Castilla, el gran hombre de España, cuyo nombre como bien anota Amorín, rima en vida y obra con «honrado».
−El lenguaje ha sido siempre un problema para el escritor, no sólo para el poeta, sino también para en ensayista, para el novelista…
−Decía yo que el hombre se sostiene con el canto puro y simple, es decir, el que se hace con las palabras de todos los días, vivientes, soleadas, claras. «Pienso –dice Neruda− que es mucho más fácil escribir poesía difícil que poesía sencilla». Damos fe que es así, no porque hayamos hecho alguna vez la poesía que no quiere que se le entienda, sino porque siempre la hemos compuesto con el lenguaje cotidiano, espeso y caliente que anda por la calle. «Todo arte verdadero es arte proletario –afirma Machado−. Difícil será crear un arte para señoritos». Y he aquí a Tolstoi que le da la razón: «El artista del porvenir será claro y sencillo. Cuando el arte no sirva sólo para distraer a gente ociosa, empezará por fin a realizar su fin verdadero, unir a los hombres en la forma más asequible a ellos». Luego, el arte tiene un destinatario que es el pueblo, y no se vale más que de un lenguaje, el llano y comunicativo que lo conjuga con la gente. Este estilo es fácil para el escritor que anda con el hombre e imposible para quienes no lo conocen. Recordemos a Stendhal: «Pour connaitre l’homme il suffit de s’tudier soi méme: Pour connaitre les homes il faut les platiquer» (Para conocer al hombre basta estudiarse a sí mismo; para conocer a los hombres se precisa vivir en medio de ellos). La Poesía social es buena, es auténtica, cuando se hace con el corazón, naturalmente. No resulta pues de una toma previa de posición sino de un estado afectivo de responsabilidad, que es otra cosa. El proceso de la lágrima es siempre el mismo, de dentro para afuera. La coincidencia de sentimiento y pensamiento es, en el poeta, sólo un azar feliz.
−El problema de la palabra en el medio literario será siempre un problema, ya lo decía Flaubert, cuando comparó las palabras con las «armas».
−Dice nuestro Pablo Rojas Paz, de cuya autoridad e imparcialidad no se puede dudar: «Es cierto que la poesía es sólo cuestión de palabras. Pero hay palabras fecundas que parecen nacer del silencio mismo de la tierra buscando la luz con oscura paciencia de semilla». Hay palabras lágrimas que maduran en la cepa del llanto; palabras llanto; palabras llanas que andan por encima de los mares y que suben a los palos más altos para hacer señas de amistad a la costa. De estas palabras que saludan y que llaman está hecha la poesía social.
Habíamos llegado por fin al Parque Centro América. Los árboles empinaban el ensueño de sus copas en un esfuerzo momentáneo de querer alcanzar las nubes: «Por favor, deténgase allí, allí bajo esas ramas», ordenó el fotógrafo, imprimiendo rápidamente unas placas de nuestra presencia sobre el césped. El poeta Pedroni, continuaba discurriendo sobre la poesía, que fue el meollo de nuestra breve conservación de tres horas. A veces, interrumpía el diálogo para hacer preguntas a su vez sobre la flora tropical, sobre la manera de mantener la frescura de los corimbos…
−El gran poeta mexicano Enrique González Martínez, es un ejemplo y usted el otro, en que la política nada tuvo que ver con la poesía social.
−Es toda esta poesía, bien se ve, de vida y esperanza: de mano tendida que va al encuentro del hombre. Poesía que clama, porque es hija del sufrimiento, pero que no se desespera porque vislumbra la ventura, declara el amor y no la guerra… No creemos pues, que para hacerla sea indispensable poseer cultura política, sino y fundamentalmente, conciencia del valor humano y fe en el hombre, más la necesidad de conversar con él, de servirlo desinteresadamente, de acompañarlo y de secundarlo por el camino de la libertad y de la igualdad que el hombre debe abrir con sus propias manos…
−Me gustaría saber si usted es un buen tertuliano, o si por el contrario le gusta dialogar consigo mismo en la soledad de su estudio…
−Creo en la tertulia literaria, en el diálogo, en las reuniones. Por eso le decía la vez pasada que ustedes en Guatemala tienen urgencia de establecer la «Sociedad Guatemalteca de Escritores», un organismo como la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), que protege tanto al hombre de letras, vende sus libros, para que éstos no sean regalados a diestra y siniestra, sin ningún provecho para el autor…
Hay en nuestro país ese endémico mal… El de que todo el mundo pretende tener derecho a que el escritor le obsequie con sus libros. Y no sólo pretenden tener ese derecho sino lo exigen. Hay quienes se han presentado ante mí –sin ser colegas, escritores− a pedirme con exigencia mi novela El Desertor. Y, no crea usted que piden… sólo el ejemplar, exigen también que lleve dedicatoria…
Retornábamos ya. Habían transcurrido las horas más felices de la mañana, que son aquellas en que la ciudad entra en un corto lapso de calma. Se dejaba entrever el advenimiento del tráfico, del ruido, del movimiento y de la algazara. Al llegar a la puerta de la casa donde vive su hija en compañía de su yerno, el poeta Pedroni se detuvo para decirme: «Pero Barrientos, qué hace aquí, váyase nomás. Váyase a Buenos Aires, no sé por qué no se vino la otra vez, allá hubiera publicado ya otros dos libros. Recuerde que el ambiente contribuye mucho a la formación del escritor, hay atmósferas que aplastan y otras que estimulan, váyase nomás…».
Y cuando me despedí de él, fui rumiando en mi memoria aquellas palabras junto con otras que me dijo, mientras dialogábamos, en algún paréntesis de su conversación riquísima, como aquello de que lo local, lo regional, cuando tiene suficiente caudal humano, se vuelve inmediatamente universal. Allí están los ejemplos de Rosalía de Castro, de Berdaguer, de Gabriel y Galán, de tantos otros, grandes escritores. De modo que no hay que desechar ni el lenguaje sencillo, ni el estilo claro, ni menos la nota o el asunto regionales, para hacer literatura, que si está hecha con lo mejor del espíritu de quien escribe, conquistará de una sola vez la aceptación de su destinatario: el público para el cual escribe el escritor…
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MEDIA HORA CON JOSÉ PEDRONI
Revista «Sancor», Sunchales,
Pcia. de Santa Fe, Nº 217, 1962.
Dada la gran batalla –escribe Sarmiento con alusión a la libraron contra la tiranía−, nos dimos como los emigrantes al Oregón, una constitución antes de separarnos. La Carta del 53 es la coronación de un ideal emancipador del hombre y civilizador de la tierra, que puede encerrarse en una figura geométrica de tres lados iguales: Libertad, Población, Educación. El ensayo colonizador de 1856 hace del triple postulado un hecho, y Santa Fe, escenario del mismo, se transforma y eleva. Rápidamente sobresale sobre los demás estados de la Confederación, y da al país la imagen de lo que éste puede ser con un suelo dividido y cultivado. Cincuenta años después, también dará su poeta, y éste aparece en un hogar de inmigrantes italianos que llegan a la tierra santafecina hacia 1880. Nace en 1899, en Gálvez. su nombre es simple y sin abolengo. Se llama nada más que José Pedroni, y su voz –como anota certeramente Luis Gudiño Kramer y a quien sigue inmediatamente la de Carlos Carlino, otro gran poeta chacarero− «provoca una verdadera revolución en la conciencias y en el gusto de las nuevas generaciones»; se desborda como un río del límite comarcano, y con el tema de la tierra, el hombre y su herramienta, adquiere resonancia nacional y americana. Monsieur Jaquín es el libro que exalta la gesta colonizadora y la coloca en el plano de suceso histórico que tiene, removedor del pasado nacional, formador de un pueblo e impulsor de la sociedad a un mejor estadio económico, social y democrático. La época platónica e imaginativa de los grandes ademanes y sombreros, como calificó recientemente un vespertino porteño a aquella en que predominan los Juegos Florales, da paso a una nueva emoción poética que va de la mano del hombre, articula sus propias palabras y se las devuelve transfiguradas por la belleza en cuyo espejo el lector se encuentra y se reconoce exclamando: «Aquí estoy yo; esto es lo que yo quisiera haber escrito de mí mismo y del mundo en que vivo». Al poeta que inicia en la línea argentina este movimiento de aproximación humana, es al que acabamos de visitar en su tranquila casa de Esperanza. Es Elena, la esposa tutelar, quien nos lleva, escaleras arriba, a la habitación donde el escritor trabaja. Lo encontramos escribiendo.
−¿En qué tarea se encuentra, señor Pedroni?
−En Varias, y al parecer no afines entre sí.
−¿Cómo es eso?
−Verán ustedes. Este es un artículo periodístico que podría atribuirse a un político porque trata de la condición y desenvolvimiento de la sociedad argentina, y este otro es un poema al hacha universal. He suspendido aquél para anotar en éste una figura poética que quiero que no se me escape. Luego volveré al tema sociológico que siempre me ha interesado. Prefiero el verso, naturalmente, que es mi forma de pensar. Este poema está destinado a un libro sobre las herramientas del hombre, que tengo a medio hacer. Los instrumentos de trabajo tienen una historia muy hermosa. Aparecen con las armas. Suelen ser una y otra cosa a la vez, como la primitiva hacha. El utensilio va marcando a través del tiempo el progreso humano. Heine tiene una hermosa poesía sobre la aguja y Amado Nervo sobre la llave. Yo le dedicaré un libro que tal vez se titule El yunque de Pitágoras. Hay que volver a Solón que según Plutarco «invistió a los oficios con honores». Es emocionante, por ejemplo, tomar un nivel y pensar que lo inventó nada menos que Teodoro de Samos. Antes que el científico fue el artesano. Innumerables instrumentos que todavía usamos nos vienen de los filósofos griegos, de la época en que la filosofía prefería la tierra a las falsas especulaciones. Un par de tijeras en nuestras manos es un legado de amor al pasado.
−Ahora comprendemos por qué le interesa a Ud. la filosofía.
−Me interesa todo «lo que enseñe al hombre a portarse como un hombre». Hay cosas que aparentemente no tienen nada que ver con la poesía, pero que sí la tienen para quienes sentimos que la literatura no tiene por función entretener al lector sino a conmoverlo y a mejorarlo. El trabajo del escritor es también un oficio útil, se vale de la pluma que es una herramienta. Hay que protegerla, para que se la use bien.
−¿Y cómo se la protege?
−Con la plena vigencia de las garantías individuales, y creando alrededor de quien escribe las adecuadas condiciones que su labor necesita. No se puede escribir sin libertad, si estímulo y sin un mínimo de comodidad. La situación de estancamiento del país afecta al desarrollo de la cultura más de lo que se supone.
−¿Su informe, aprobado por el reciente Encuentro de Escritores en Buenos Aires, plantea ese problema?
−En efecto; hemos llegado a la conclusión que un país despoblado, tributario de una metrópoli macrocéfala y absorbente, con inmensas regiones no despertadas a la civilización, no puede avanzar. Toda la sociedad padece, y dentro de ella el sector del pensamiento, desprovisto de auditorio y de atractivos, especialmente en el interior. Hoy como ayer, «gobernar es poblar». Son de Franklin Delano Roosevelt estas palabras dichas en ocasión de su visita a la Argentina: «Ustedes no podrán alcanzar un desarrollo acorde con los dones con que la naturaleza los ha favorecido mientras no aumenten grandemente el número de sus habitantes».
Hay que meditar sobre esta impresión que no se puede desmentir. El contrasentido argentino –país potencialmente rico que no sabe salir de pobre− desaparecería con la explotación racional de sus grandes reservas territoriales. La Ley de Tierras labró el poderío norteamericano. Subdivisión y gente es la fórmula del progreso. Ella producirá automáticamente la descentralización industrial, el equilibrio de las masas humanas y el brote de toda suerte de factores de bienestar económico, social, sanitario y cultural. La escuela no se puede establecer en el desierto. El diálogo no se hace de a caballo. La cooperativa nace en la asamblea de vecinos.
−¿De modo que al escritor argentino le interesan estas cuestiones?
−Naturalmente. Estamos en la tierra y no en las nubes. Sarmiento fue un escritor, el mayor hasta el presente, y nada de lo argentino le fue extraño. Toda su obra está comprometida con la suerte del país. Es combatiendo como se corporiza la idea. Nuestro escritor de hoy, consciente de su responsabilidad civil, la ha asumido y se dispone a actuar. Quiere ser oído y reclama su parte de trabajo en lo que es una obra común, no privativa de ningún sector de la sociedad. Al país lo vamos a hacer todos, que es la forma de hacerlo bien.
−¿Su informe será publicado?
−Así lo espero. «Universidad», órgano de la Universidad Nacional del Litoral, lo divulgará en su edición próxima y la Editorial Colmegna, por propia iniciativa hará un tiraje del mismo; todo lo cual es demostrativo de que el problema argentino preocupa a todo el pueblo y de que se generaliza la voluntad de hallarle soluciones al mismo.
Como nuestro entrevistado vuelve su mirada al poema que tiene sobre la mesa y parece despreocuparse de nosotros, nos levantamos y nos despedimos. Nos deja que bajemos solos las escaleras, y, cosa rara, no nos molesta esta actitud, porque la encontramos natural como la del pájaro que vuelve a su canto, y porque con ella nos dice sin palabras que hay mucho que hacer, que se ha perdido demasiado tiempo y que debemos recuperarlo.
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LA POESÍA DEBE SER COMUNICACIÓN, DICE JOSÉ PEDRONI
Entrevista de Inés Malinov,
(Revista «Vosotras», Buenos Aires, 27 de Julio de 1967.)
Desde hace más de cuarenta años el nombre de José Pedroni es sinónimo en la poesía argentina de un «hermano luminoso» como lo califica Leopoldo Lugones en 1926. Hoy ese poeta ha recibido el premio más importante que en nuestro país se confiere a la labor literaria, la Sociedad Argentina de Escritores le ha otorgado su Gran Premio de Honor, distinción que no se mide en dinero sino en el tributo que se le ofrece a quien ha dedicado su vida a las letras. Dijo el escritor santafecino: «El poeta, a nuestro ver, es un ser candoroso, sufriente y valeroso al mismo tiempo, dueño de poderosas intuiciones, que vive sumergido en un mundo íntimo, donde tiene sus sustancias; pero con el pensamiento puesto en el exterior, porque desea que sus vivencias personales trasciendan y triunfen del olvido. Para que tal cosa ocurra, el lenguaje, que da el testimonio de lo que sucede en el alma, ha de ser comunicativo –y siempre lo es si no se lo violenta−, porque la connaturalidad del estilo, por raro que éste sea, nunca tiende a apartar al poeta de la vida».
Para conversar sobre este mensaje que leyó Pedroni en su discurso de la SADE (Sociedad Argentina de Escritores), lo visitamos en Flores, donde pasa unos días con su hijo Omar. Un hermoso rostro al que el cabello blanco le da un aire alternativamente noble y juguetón, nos saluda con afecto; muy pronto regresará a Gálvez(*), en Santa Fe, donde nació y trabaja desde hace 68 años. Es una dimensión adecuada para hablar de la poesía.
El sarampión de los veinte años.
−Mi primer libro lo publiqué a los veinte años: un folleto que yo considero el clásico «sarampión» poético. Con La gota de agua obtuve en 1923 el segundo Premio Nacional de Letras. Pero mis lectores seleccionaron un libro que no necesariamente significa mi preferencia: fue Gracia Plena presentado por Lugones y que ahora está en su sexta edición.
−¿Encuentra usted que su obra tiene un común denominador?
−Mis doce libros de versos son un canto a la vida, e incluyo allí El pan nuestro y Monsieur Jaquín, la epopeya de la colonización agrícola.
−¿Tienen un valor distinto los libros que aparecieron después de Gracia Plena?
−Por su contenido creo que los libros posteriores a Gracia Plena son mejores, aunque nadie sabe que poema perdurará en el recuerdo del pueblo. Es importante pensar, como dice un autor francés «que de acá a cien años ha de existir alguien que murmure estos versos».
−¿En su último libro, El nivel y su lágrima, toca algún tema diferente?
−Allí canto a todas las herramientas del hombre y de la mujer. Tengo debilidad por los utensilios de trabajo: el nivel, la plomada, el compás, la cuchara de albañil, o sea por aquello que representa la civilización manual del hombre.
−¿La poesía lo sostuvo con frecuencia en su vida, Pedroni, o fue algo que encontró usted sólo en la meditación y el descanso?
−Mi razón de ser es la poesía; sí, creo también que ha sostenido bastante al hombre que me rodea. La poesía está pasando por una crisis, se lee poco, quizás porque la extracción social del poeta lo sitúa en un ámbito ajeno al del hombre corriente. El poeta se aísla, se angustia, cae en la soledad, da esa poesía oscura que ignora al lector. Se trata de la poesía sabia, reconcentrada, no oral como la de Homero.
−¿Naturalmente ésa es la que no le interesa?
−No es que no me interese, sino que no la hago porque me desconecta con el hombre en quien tengo mi semejante. Toda mi poesía está destinada al hombre.
−¿No está defendiendo, Pedroni, la poesía vulgar?
−Al contrario, lo claro y sencillo no es tan fácil.
Pedroni se maneja entre sus papeles. Lee algún poema. Recibimos el sol de la mañana de invierno, cuando entra su nieta y nos saluda.
Inspiración romántica no
−¿qué opina, Pedroni, de la inspiración romántica? ¿Escribir es un rapto de inspiración?
−No creo en eso, todos los momentos son buenos para crear, cuando me siento a escribir ya está resuelto en mí el poema. Soy contador de una fábrica de maquinaria agrícola y allí, impresionado por ese trabajo que tengo cerca, he escrito la mayoría de mis libros.
−¿Le hubiera preocupado que su poesía no tuviera resonancia?
−Por supuesto, pienso que el hombre es una especie de coautor de lo que escribo, el destinatario que está a mi lado. Whitman dice: «Oigo lo que más quiero, la voz del hombre». El pueblo se siente feliz de que alguien lo interprete; es más, la poesía debe amotinarse por la causa del hombre.
−¿Cuál es, pues, el sitio del poeta?
−El poeta tiene una función muy importante que desempeñar: sostener el corazón del hombre. Creo que las canciones sostienen más que las arengas, como los cielitos beligerantes sostenían el alma del gaucho. El Ave María es un poema de elevación, pues el hombre necesita del canto para vivir. No hay que olvidarse que el poeta es un ser histórico que acompaña al hombre. La poesía viene de los hontanares del ser y se enoja cuando se hace deliberadamente: el pecado del poeta empieza cuando siente la necesidad de decir algo y no lo dice.
−¿La poesía es entonces inconsciencia, heroicidad?
−En todo caso. Además pienso que el poeta es un producto de su región, como el pasto que crece en cada zona. El peor negocio que puede hacer alguien es el desarraigarse; llevará siempre un dolor adentro, como Hudson; que describió su tierra natal muchos años después de partir.
−Usted recibió muchos premios importantes, Pedroni. ¿Pensó alguna vez que se los iban a otorgar?
−Nunca he escrito para los premios; el premio del poeta es su propia lectura, es el primero en gozar de su obra.
−¿Entonces?
−Entonces abogo por la poesía espontánea; alejarse del hombre es alejarse de Dios, que está en el semejante.
Me alcanza un poema; lo transcribo. Es transparente como José Pedroni y lo define con toda su estatura.
Mi escuela de Gálvez
Mi escuela, aquella escuela, no tenía
ni nombre ni linaje, y ya no existe.
Si digo que la quise, mentiría.
Fue ella quien amó a su niño triste.
Para alegrarme abría su ventana,
por donde entraba el campo con su aroma;
se ponía a reír en la campana
o se echaba a volar con la paloma.
Si digo que la quise no diría
que nunca le llevé ninguna cosa;
que siempre le quité lo que tenía.
Pudo llamarse escuela de la rosa,
porque daba su flor y sonreía,
abría su ventana y era hermosa.
(*) La entrevistadora confunde Gálvez con Esperanza. (N del E)
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ENTREVISTAS A LA ESPOSA DE JOSE PEDRONI
ELENA CHAUTEMPS
IMAGEN DE JOSÉ PEDRONI EN LA MIRADA
Y EL RECUERDO DE ELENA CHAUTEMPS
Entrevista de Mónica López Ocón,
(«La Opinión Cultural», Domingo, 14 de Enero de 1979.)
De José Pedroni (1899-1968) pueden decirse muchas cosas. Es, ante todo, el «poeta de Esperanza», el cantor firme y limpio de aquel pueblo erigido por colonos en la provincia de Santa Fe, un poco a la manera del Edgar Lee Masters de la Antología de Spoon River. Pero es, a la vez más que eso: es uno de los poetas por excelencia de la Argentina, de su mentado y simbólico «crisol de razas», de su cálida y sonora convocatoria a los hombres de buena voluntad de todas partes del mundo. Para reencontrar al autor de Gracia Plena, Mónica López Ocón, por encargo de la «La Opinión Cultural», viajó a Esperanza y dialogó largamente con la viuda de Pedroni: Elena Chautemps, presencia permanente en la vida y la obra del poeta. La que sigue es su nota.
La verdadera fuente de la poesía
Es casi un lugar común que la poesía es un don de los elegidos y que aquellos que la cultivan llevan inequívocos signos exteriores de su afición por la belleza. De acuerdo a esto, nada que aluda a la grosera realidad puede ser compatible con el mundo poético, al que sólo tienen acceso los señalados, casi siempre pálidos y hermosos, como cuadra a un espíritu selecto; y del que son eternos desterrados aquellos de cara sanguínea, colorada, que siempre suele ser un indico de buena salud y de comidas opulentas, y que, en general, se dedican a practicar los viles oficios de los mortales.
Y un día, este mito universal que proclama la aristocracia de la creación poética, se cristalizó en las hablillas pueblerinas de Esperanza y corrió de boca en boca: los poemas nos los escribía don José Pedroni, contador de una fábrica de implementos agrícolas, buen vecino, hombre simple; sino que se los escribía su mujer, Elena Chautemps, una adolescente de modales finos y ascendencia francesa, con un poético apellido que se traduce como «tiempo caluroso», pero, sobre todo, dueña de una hermosura que era la que daba de hablar al pueblo.
La historia llegó a oídos de Pedroni, y él la resolvió en un poema, «Piedras», en el que casi le da la razón a los vecinos:
Porque soy contador
y de vulgares modos
y visto simplemente,
y si miro una estrella
o una flor,
la miro como todos,
«los versos no son de él –dice la gente−;
se los escribe ella».
Así es, así es:
Yo soy la inútil hiedra
enredada a tus pies.
Azules, verdes, rojos,
tú los versos me das
en cubitos de piedra
de tus ojos.
Yo lo armo, no más.
Ahora que Pedroni duerme para siempre en su patria de Esperanza, custodiado por un montoncito de margaritas silvestres y por una rosa roja, yo quise emprender un viaje hacia los ojos de Elena. Quería saber cómo era la fuente de la poesía de Pedroni y comprobar si en sus ojos, los de esa mujer cuya imagen me había desdibujado a medias el olvido, aún persistían las piedritas de colores.
Siempre en busca de los ojos, crucé un ancho río, pensando en que debían ser como los caleidoscopios, en los que las piedritas siempre forman distintas figuras; pero que ahora, con la ausencia de su marido, debían haberse detenido en una última imagen, en su último poema. Porque ¿quién sería capaz de armar nuevos versos con esos cubitos de piedra?
Cuando puse mi pie es Esperanza, me maravilló comprobar que realmente existiera ese lugar que Pedroni había convertido en leyenda; que estuviera allí, alrededor mío, y no solamente en sus versos; y que fuera así, tal cual él lo había dicho: pequeño, de tierra y sol calientes, rumoroso de pájaros. Estaba en Santa Fe, «la puerta de la tierra».
Me recibió el inmenso cartel de una cooperativa agraria, se llamaba Aarón Castellanos, el mítico fundador de Esperanza, quién suscribió el contrato para traer a los colonos gringos y el que un día se fue de la colonia, de su tierra «que era su muerte y su vida», llevándose con él una joven. Tuve ganas de preguntar que se había hecho de Wendel Giétz, aquel que cambió su reloj por una yegua, a la que su mujer le puso Doradilla y que un día le robaron los indios; y de Ana, la mujer de Nicolás, la de las manos llenas de arroz quemándose sobre la olla grande. Por la esquina de la iglesia doblaba el fantasma de Ana Esser, aquella que nunca pisó tierra porque el Paraná le ofreció naranjas y ella se quedó para siempre en el río «con todo su pelo rubio, con toda su carne blanca».
Pero yo no podía detenerme en fantasmas, porque los ojos de Elena me esperaban, y en última instancia, todos ellos, Wendel Giétz, Ana, Nicolás, Magdalena Morand…, todos, todos, habían salido de allí en forma de cubitos de piedra. Apresuré el paso, crucé la plaza y tomé la calle 25 de Mayo. Buscando el número indicado me encontré de pronto con Elena que salía a comprar algo, y que se iba dejando tras de sí la puerta abierta, para que yo entrara si llegaba en ese momento. Allí estaban, con ella, sus increíbles ojos de caleidoscopio.
Le cerramos la puerta al fuerte sol esperancino, y las dos nos sentamos frente a frente, en una sala de penumbra fresca. Yo, que al fin y al cabo había cruzado el río para averiguar si era cierto que en su mirada se encontraba la fuente de la poesía de Pedroni, le comento la anécdota que dio origen a «Piedras».
−Cuando recién llegamos a Esperanza –empezó a contarme−, la gente comenzó a decir que no era posible que él escribiera versos, porque, claro, como él dice, era de «vulgares modos», y los vecinos lo veían cuando él estaba en la fábrica y tenía que llegarse a cierto lugar de la ciudad y se subía a la chata, esos carros para cargar máquinas agrícolas y cruzaba el pueblo al lado del carrero. De repente publica una poesía y la manda a los juegos florales que se realizaban en Rosario y gana el segundo premio. Ahí se entera el pueblo de que tenía un poeta. Entonces comenzaron a decir que los versos se los escribía yo.
Yo era una muchachita de mi casa, no tenía comunicación con las vecinas, mi mundo era mi marido y mi hijo. Por eso algunos vecinos dijeron: «La señora de Pedroni es orgullosa». Yo no era orgullosa, sino que tenía la costumbre de mi madre, que era muy comunicativa, pero que tampoco se le daba por ir a las casas de las vecinas a conversar y a pasar el tiempo. Esa imagen que la gente tenía de mí puede haber contribuido a que se difundiera ese rumor, y quizás los comentarios de la muchacha que trabajaba en mi casa y que observaba que cuando Pedroni hacía algo me lo leía y conversábamos. Alguien debe haberle dicho: «¿vos sabés que se comenta que los poema los hace tu mujer?», y él es capaz de haber contestado: «sí, los hace mi mujer». A él le resultó muy ocurrente y escribió ese hermoso poemita, «Piedras». En un diario de Brasil, un crítico se detuvo justamente en ese poema para hacer la crítica de todo el libro.
Aludo a unos versos de Pedroni que me parecen muy significativos: «Que nadie me atribuya / esta paz, toda tuya. / Ni esta dulce costumbre / de hablar con mansedumbre. / Ni este canto tardío, / que nunca ha sido mío. » Entonces charlamos sobre la particular importancia que para él tiene la mujer y sobre cómo siempre la coloca como productora de su obra, ubicándose él en segundo plano:
−Sí, tal vez se nota muy bien en «Verso a la amiga». Él fue extraordinariamente humilde en su forma de ser y de pensar y de actuar, enérgico en muchas cosas, porque era emprendedor, pero respecto de su persona muy humilde. Siempre estaba engrandeciéndome a mí, porque a cada persona que venía a casa le decía: «aquí todo lo hace mi mujer», y no era verdad, todo lo hacía él. Pero era así, le gustaba exaltarme, exaltar a la mujer. Eso se nota en su poesía. Me pasé toda la vida escuchado sus versos, toda mi vida, desde que tenía dieciséis años, y eso ha sido muy hermoso para mí, porque viví en un mundo poético extraordinario. Escribía una estrofa, tres o cuatro líneas, y ya venía a leérmelas, a ver que me parecía y me estudiaba par ver mi explosión de júbilo o la idea que yo tenía al respecto.
Cuando empezó a ser conocido y venía la gente y le decía «maestro», él se molestaba y les contestaba: «Yo no soy un maestro, soy como todos ustedes, no tengo nada distinto». Me decía que quería destruir el mito que había sobre él.
Y entonces, de pronto me di cuenta de que lo yo estaba haciendo era corroborar datos de esa pequeña autobiografía que Pedroni escribió a modo de prólogo de La Hoja Voladora, allí donde hace suyas las palabras de Hugo: «Ah, insensato, que crees que yo no soy tú». Sí, yo había cruzado un río inmenso nada menos que para comprobar que realmente existían los ojos que le regalaban cubitos de piedras de colores para que él armara sus versos, y que su Autobiografía, esas líneas apretadas y tiernas y que es imposible leer sin emocionarse y que según Elena él consideró como uno de sus mayores logros, eran rigurosamente ciertas. El mío había sido un viaje desde los sueños a la realidad, y ésta, lejos de desilusionarme, me había regalado la certeza de que, por lo menos esta vez, la creación no estaba desligada de la vida. Ahora podría recorrer el camino inverso: ir con mis ojos llenitos de luz esperancina, tan nítida que casi puede palparse con la mano, hasta aquella otra luz de Esperanza que Pedroni soñó en sus versos, y comprobar que era la misma, que era una sola, porque en definitiva, la luz de su pueblo no es más que el destello de su pluma (seguramente una pluma cucharita), con la que dibujó las altas torres que son sus mayúsculas y con las que, a modo de inventario de contador, nombró todas las cosas al mismo tiempo que les daba vida. Porque quién podría hablar de la colonización gringa sin dar por supuesta la estatura épica y el tono bíblico que Pedroni le imprimió, y quién al ver una plomada no pensará que «es un pequeño mundo suspendido», o quién no creerá que la escuadra «está hecha de un camino largo y de un camino corto» y que tiene «¿un linar florecido entre uno y otro?». Nadie que lo haya leído, seguramente. La historia de Esperanza, las herramientas, la maternidad, en fin, casi todas las cosas cotidianas han sido conformadas definitivamente por su verso, como si él hubiera ayudado a modelar con sus manos, el barro primigenio de la creación.
Hace poco, un esperancino que vive en Buenos Aires, Roberto Quinteros, enamorado de su tierra y de la poesía de Pedroni, me contaba que a veces, por la noche, se sienta a leerlo, y entonces lo recuerda tal cómo lo vio en su infancia: Caminando despacito, mirando el cielo, recitando «La trilladora» en las fiestas del colegio. Me contó también que quería regalarle a alguien la obra del poeta. «No me importa que lo haya leído», me dijo, «yo quiero regalarme mi Pedroni». Mientras hablaba, yo lo imaginaba sentado a la mesa, en su casa de Buenos Aires, con su libro abierto ante sí, con su cuerpo grande por el que le subiría hasta la garganta una nostalgia chiquita y anudada, como la que le subía a Santiago Vogt por su larga pipa con flecos, aquella que chupaba «para traer a lo boca el recuerdo».
Y obstinada en seguir constatando si era cierto aquello que dice Amaro Villanueva de que en Pedroni se cumple el postulado de Lautréamont de que «la poesía debe tener por objeto la verdad práctica», seguí charlando con Elena acerca de la relación entre la vida y la poesía, y le pregunté sobre el contacto que tenía con la gente de su pueblo.
−Ésta es la patria de Pedroni. Él hizo aquí su obra y vivió todo su tiempo, desde los veinte años, o veintiuno, porque ya había terminado el servicio militar. El amó su provincia. Nunca quiso ir a Buenos Aires, donde van todos los escritores. Por supuesto, el campo cultural no se puede comparar con ésta pequeña ciudad del interior, allá es muy grande y ofrece muchas posibilidades, pero como él era poeta y tenía su mundo dentro de él, no le interesó todo aquello.
Él tenía un contacto permanente con el pueblo de Esperanza, porque era un hombre de la calle, muy comunicativo. Le gustaba muchísimo hablar con todo el mundo, tenía horas y horas para vivir en el club. A veces yo solía preguntarle qué hablaba con la gente, por ejemplo con el mozo del bar de la esquina. «Ah, −me decía− conversábamos, porque él me contaba sus problemas y yo estaba imaginando un verso para hacerle». A él le preocupaba el destino del hombre, pienso que es por eso que la gente se encuentra en su poesía, por eso gusta, porque es muy humana. Él necesitaba pocos elementos para hacerla, la hacía de pequeñas cosas.
Todo el mundo lo conoce. La gente que pasa por la ruta a cargar nafta pregunta por él y la gente de aquí le explica todo, donde vivió, cómo, todo, todo. Para él, Esperanza fue un paraíso.
Una amiga de Elena, de apellido gringo, Imhof, se pone a desempolvar recuerdos y me muestra recortes de diarios, de revistas, cosas que dijo Pedroni o que dijeron sobre él. Los guarda como reliquias. «Don José era un hombre extraordinario», me dijo y me contó que en su homenaje, hasta Juan L. Ortiz (Juanele), que nunca quería salir de Entre Ríos, cruzó el Paraná para estrecharle la mano, y que los obreros y campesinos se volcaron por las calles, y que las firmas comerciales de la zona (casi todas se ocupaban de implementos agrícolas) enviaron su adhesión; entre ellas había una tienda que parecía bautizada por Pedroni, se llamaba «La linda linda».
Una sensación de haber hecho un hallazgo esencial me embargó cuando supe que estaba hablando con la tataranieta de Peter Zimmermann, el primer muerto de la colonia, de quien se dice que murió de nostalgia a los pocos días de llegar. Tenía alrededor de treinta años. Entre los enseres que traían los colonos, no estaban previstos los ataúdes: «no hay lugar para velar al hombre / muerto en la selva bárbara». Su mujer, Anna Elisabeth Léiser, arrodillada, vació el arca donde traían sus cosas de inmigrantes y allí fue puesto el cuerpo de su marido. «Ana Elisabeth, inmóvil, / oye caer la tierra sobre el arca. / Su mano abierta muestra / una llave dorada».
La charla deriva hacia la presencia de Dios en la poesía de Pedroni.
−No practicaba ningún tipo de religión, pero creía en algo superior que regía el destino de los hombres. Yo no sé si era algo panteísta, como dijeron algunos, pero creía. La palabra Dios está bastante en su poesía, pero significaba más bien una fuerza sobrenatural. Si por cualquier motivo entraba a una iglesia, se emocionaba mucho porque era muy sensible. Solamente el sonido del órgano que llenaba todo el ámbito lo emocionaba. Como le horrorizaba la muerte creía en la supervivencia del alma. Decía: «yo no puedo morir». Yo le contestaba que por qué se afligía si iba a ser uno de los pocos hombres felices, que la gente lo iba a recordar, lo iba a llevar en su corazón. Cuando un hombre es recordado siempre, es una manera de no morirse. Él es amado y recordado.
¿En qué forma trabajaba su poesía? –le pregunto.
−Corregía interminablemente, era un hombre muy exigente. Sobre todo en los últimos tiempos era capaz de pasar un año corrigiendo un poema, y así mismo siempre había algo que no le gustaba mucho. Gracia Plena tiene correcciones en todas las ediciones, cuando llega a la quinta revisa las demás y dice «Y por qué yo he cambiado esto que en la primera edición estaba perfecto». «¿Has visto –le decía yo− como ya no sos el mejor crítico de tus libros?». Nunca estaba tranquilo hasta que removía todo y lo cambiaba.
Si vieras los originales, te darías cuenta de que verdaderamente «construía» sus poemas. Si se les quitaba una palabra, se caía el castillo abajo. A veces lo daba ya por terminado y lo firmaba, y yo al día siguiente me levantaba y veía todo el margen lleno de palabras nuevas, rayas, llamadas. Todo esto fue entregado al Archivo General de la Provincia para su conservación.
Para aprobar su obra siempre necesitaba el juicio crítico de un diario, de una revista, de la calle, pero yo supongo que debía ser consciente de que escribía bien.
Pero no era metódico para trabajar. Lo hacía de noche, de día, mientras caminaba. En Gracia Plena, por ejemplo, trabajó siempre de noche, porque durante el día trabajaba ocho horas de las que sólo se robaría un ratito para escribir algo. No lo escribió simultáneamente con la gestación, como mucha gente cree, sino que lo hizo en 1925 y nuestro hijo había nacido en 1921. Los poetas tienen la facultad de almacenar ideas y un día las vuelcan al papel. Me acuerdo que por ese entonces mi hijo era un poco mimoso y a la noche, cuando terminábamos de cenar, él lo llevaba a dormir a la cama grande y le cantaba una canción muy bonita que te vas a sorprender cuando te diga que era: era una canción que cantaban las mujeres de mi pueblo cuando iban a enterrar a sus muertos. Era triste y monótona, y parecía una canción de cuna. Cuando el chiquito se dormía, él se levantaba a escribir. Esa canción de las mujeres de mi pueblo me quedó muy adentro, porque yo tendría ocho o nueve años y las veía con esos velos negros acompañando a los muertos a pie hasta la iglesia y de allí al cementerio. Tenía su letra en latín. Era una de las cosas de mi niñez que yo le había contado a mi marido y que a él le quedó.
Y en ese momento, como si el pasado le hubiera subido en oleadas hasta sus labios, se puso a canturrearla. Pero súbitamente advirtió mi presencia y agregó:
−Así se escribió Gracia Plena. El juicio crítico de Lugones, que publicó en «La Nación», no porque estuviera del todo de acuerdo con lo que decía, le impresionó tanto que lo inhibió casi por diez años para escribir. Ese es el tiempo que pasó entre Gracia Plena y la siguiente obra. La exaltación que le hizo Lugones fue tal, que Pedroni pensó que ya no iba a poder escribir nada más después de eso. Creo que es su libro más leído, o lo que más le llega al público en general, ya se han hecho ocho ediciones y siempre se sigue vendiendo.
Yo creo que el juicio de Lugones lo asustó, era un compromiso muy serio para él que por entonces tenía veinticinco años. Después de eso publica Poemas y palabras y años más tarde aparecerán los poemas de la colonización que ya los venía escribiendo desde bastante tiempo atrás y que va a publicar en diversos lugares, hasta que después los reúne todos en Monsieur Jaquín. Yo creo que ése es un canto épico que no se ha logrado muchas veces, sobre todo por la dificultad para ubicar tantos nombres extranjeros.
Toda su vida admiró a los clásicos españoles y entre sus contemporáneos a Hernández y a Lorca. Entre los argentinos admiró a Fernández Moreno como poeta de la ciudad, y fueron amigos. También le gustaba Nalé Roxlo. De Luis Franco decía que era uno de los más grandes escritores argentinos.
Era un poeta, hasta lo que escribía en prosa era poético, como su Autobiografía. Era muy llano para escribir, usaba poquitísimos adjetivos, o adjetivos utilizados como sustantivos. No tenía adornos, trabajaba mucho en la síntesis. Se dedicaba mucho a seguir las normas gramaticales de la Academia, porque decía que siempre iba a haber un crítico que se dedicara a detectar una coma mal puesta o un acento que no correspondía. Le tenía un poco de miedo a los críticos.
Algunas de sus creaciones eran espontáneas, cosas que lo impresionaban en el momento, como la condena de los Rosenberg, por los que todo el mundo sufrió y pidió por sus vidas. Él estaba en contra de la violencia, hubiera sufrido mucho viviendo en éste momento. Su poesía era social, él decía que hasta en Maternidad había una intención social. Cuando murió, estaba juntando material para escribir un poema antirracista, porque solía documentarse mucho antes de escribir. La idea del poema surgió a raíz de los trasplantes de corazón, porque en un caso hubo un blanco que aceptó el corazón de un negro para seguir viviendo. El poema quedó sin componer y el material está ahí, todo recortado y ordenado. Su obra no es muy profusa, porque, como ya dije, a veces tardaba años en corregir, pero algunas veces producía de pronto muchísimos trabajos.
Pasamos a la pieza donde Pedroni trabajaba y Elena me mostró los libros que usaba para documentarse. Cada tema que le interesaba estaba minuciosamente marcado con una prolijidad digna de su profesión de contador. Fue como acceder al secreto de la génesis de sus poemas. Allí estaban las semillas de sus versos y yo podía palparlas con mis manos. Elena me invitó a que me quedara a almorzar con ella. Ambas fuimos a la cocina que da al jardincito que cultivaba Pedroni. Sacó un pan grande, redondo y dorado y comenzó a cortarlo con un cuchillo de hoja ancha y mango de madera. No me sorprendí al verlos, sólo constaté que así, tal cual eran, me había imaginado el pan y el cuchillo de cocina de su casa: un pan grande, evocador del trigo y un cuchillo con la hoja ya mellada y el mango lleno de heridas. Entre una rebanada y otra me señaló un rosal del jardincito y me contó que allí su esposo le construía los nidos a las tacuaritas. Se los hacía con maderas y cuando todos los años volvían los pájaros, él decía que siempre era la misma tacuarita, la que venía a refugiarse en su nido. Y puesta a devanar recuerdos, Elena se dejó ganar por la nostalgia:
−Lo conocí de una manera muy romántica. Fue en San Carlos Norte, una pequeña población vecina del pueblito donde yo vivía, de mi «pueblito de poquita genta», que se llama Saa Pereyra. Yo había ido a visitar a los parientes de mi madre. Tenía por esa época dieciséis años. Mi tía me dijo: «¿Vamos a ver la fiesta del pueblo?». La plaza estaba embanderada y estaba la banda de música, esa cosa de los pequeños pueblitos. Mi tía me dijo: «¿vamos un ratito al baile?». Cuando entré vi más allá un muchacho conversando con una chica, inclinadito. Yo lo miré y me dije: «pero cómo me gusta ese muchacho». Era delgadito, con una cara de poeta que mataba. Le pregunté a mi tía quién era y me contestó que era el «escribano» (como se le decía en esa época a los contadores) de Favre. Él ni me vio. Al tiempo mi padre hace un viaje a San Carlos y cuando regresa le dice a mi mamá: «acabo de contratar al escribano de Favre porque estoy muy cansado». Mi padre tenía un comercio de ramos generales. A los pocos días estaba plantadito en mi casa. Como se usaba en aquellas épocas se le pagaba un sueldo y se le daba la comida al mediodía, así que todos los mediodías lo tenía sentadito a mi mesa. (Esto lo dijo con un énfasis inusual en su modo de hablar y con una voz repentinamente adolescente). A los diez días éramos novios, y a los cuatro meses nos casamos. El también era jovencito, después que nos casamos recién hizo el servicio militar (Sin duda allá, tejiendo tu tristeza, / tú llorabas mi nombre / y mi padre, fumando te decía: / por fin se va a hacer hombre). Yo, mientras tanto, estuve un año en Gálvez, donde había nacido mi marido, y donde nació mi primer hijo, Omar. Cuando lo trajimos aquí, a Esperanza, tenía cuarenta días. Ya Pepe (así llama Elena a su esposo) desde el servicio había escrito un montón de cartas que recibimos en respuesta, escogimos la de don Nicolás Schneider, una casa de implementos agrícolas. Ahí pasó toda su vida.
Y por ese mágico poder evocador de las palabras, vi como debajo un árbol del jardín, aparecía el fantasma del otro Nicolás Schneider, el abuelo de aquél con quien Pedroni trabajara, el herrero cuya fragua «Resonó día y noche. / Aún sigue resonando».
Elena continuaba:
−Cuando llegamos, el señor Schneider le preguntó: «Dígame, ¿usted será capaz de llevar la contabilidad de esta fábrica?». (Era tan joven y delgadito). Él le contestó: «Usted me prueba, si le parece me toma, si no está conforme me voy a fin de mes». Por supuesto que fue muy eficiente y todavía le sobraba tiempo para escribir algunos versos. Algunos meses después, los amigos del dueño le preguntaron que tal le había resultado el contador que había tomado. Él contestó: «Muy bien, trabaja muy bien, lo único es que me gasta mucho papel porque escribe versos». Toda la vida trabajó ahí, y Nicolás Schneider fue muy bueno con él, siempre lo consideró y lo reconoció como un poeta. Ese reloj que está colgado en la pared se lo regaló él cuando Pepe cumplió treinta años con la poesía.
Jamás hubo incompatibilidad entre el contador y el poeta, jamás, en toda la vida que llevé con él, lo oí quejarse una vez de su trabajo. No sé qué encontraba en él, pero lo hacía con gusto. Si él hubiera querido hacer otra cosa, no le hubieran faltado oportunidades, pero nunca jamás le oí decir que quisiera cambiar de trabajo. Cuando alguien le ha dicho algo al respecto, él se ha encargado de remarcar que no encontraba incompatibilidad entre las dos tareas.
Mientas partíamos el pan grande y dorado, otra vez me asaltaron ganas de constatar si el postulado de Lautréamont era cierto, y le pregunté sobre la mariposa que depositó en su corazón «el huevecillo que resolvería después en verso un poco triste», sobre su cuento «donde hay algunos nombres», sobre su padre «constructor de cuchara en mano», que de cansado se dormía sobre la mesa grande, sobre Ercilia, su hermana «que de santa se murió por un hombre».
−El solía contar que tuvo una infancia triste. Esto ha incidido siempre en su poesía. Fue un poquito enfermizo y trabajó mucho porque el padre era muy riguroso. El padre trabajaba en el cementerio, era constructor, hacía panteones. Él le ayudaba. Tenía siete años. Llevaba la carretilla con los materiales y arriba el libro abierto, estudiando para ir a la escuela. Fue una infancia dura, pero si todo eso ha servido para dar un poeta… en buena hora. Padeció bastante. Posiblemente tenía ya su sensibilidad para muchas cosas y se la hizo difícil un padre duro.
La madre, en cambio, era muy suave, muy cariñosa, muy buena. El padre no era un hombre injusto, pero era riguroso en el sentido de que quería que los hijos trabajaran desde chicos, mujeres y varones, como se usaba en esa época. Por ejemplo, una vez lo mandó a pagar la libreta de fin de año, porque en esas épocas todo lo que se compraba durante el año se pagaba al final, se supone que la moneda era estable y el comerciante podía aguantar. Además, junto con la relación de la cuenta le hacían a uno un regalo. Él se había conversado a un empleado del negocio para que le regalara un par de patines. Cuando llegó a la casa y el padre lo vio, se los mando a devolver y a pedir otra cosa que fuera útil para el hogar. Eso lo recordó durante toda la vida.
La escuela secundaria la hizo de noche porque de día trabajaba, y debía entregarle la mensualidad al padre de la que a él sólo le daba un ínfima cantidad de dinero para sus gastos. Todo eso debe haber influido mucho en su estado de ánimo. Él solía decir que la tristeza que se refleja en su obra, entre líneas –porque todo es un poquito triste− es a raíz de esa niñez tan difícil.
Cuando el padre murió, le pusieron a los pies la cuchara de albañil, porque él así lo había pedido. Pedroni ya tendría 34 ó 40 años. De grande su relación con el padre fue buena. En El nivel y su lágrima hay un poema precioso dedicado a él, porque también le reconoció los méritos que había tenido. Sucede que con el tiempo los malos recuerdos se van borrando y van surgiendo las cosas buenas.
La madre fue para él una figura grandiosa, la quiso muchísimo. Su poema «Mater» es una joya. Creo que todos los hijos quieren mucho a su madre, pero él con mucha razón porque fue una mujer que sufrió mucho a lado del padre. Es triste decirlo pero es así. Se casaron en la Argentina, pero eran inmigrantes italianos, se conocieron en Gálvez. Ella era una muchachita joven de 16 años y él tendría 26 ó 27 y había venido de Italia con su diploma de constructor. Era muy honesto, trabajaba muy bien, pero tenía un carácter de los mil demonios.
José, de niño, lloraba todas las noches. Ercilia, su hermana, lo curó con una tijera abierta debajo de la cama. Según él, eso lo curó de la tristeza. En esa época, esas cosas se veían mucho y se tenía mucha fe en las curanderas. Él me contaba que una vez tuvo dolor de muelas y la mamá lo mandó a la curandera. Ésta le dijo que cuando llegara de vuelta a su casa ya no le iba a doler más, y realmente fue así.
Después de comer, a la hora de la siesta, salimos a caminar por la plaza, bajo el sol ardiente. Me mostró el olivo, aquél precisamente que se convirtió en un poema; y el monumento a la agricultura, donde están los nombres de los fundadores, pero no de su mujeres.
−Eso es algo que siempre me preocupó –me dice Elena−, y que se lo hice notar a Pedroni. A raíz de esta observación mía, y esto lo digo sin ninguna jactancia, Pedroni hizo ese poema que dice: «Todos los jefes de familia están en el monumento…» Y las mujeres han tenido su parte en la lucha, y muy grande. Dentro de este medio tuvieron que luchar mucho, las invadía el indio, la langosta les comía los sembrados…
La Municipalidad también tiene una arquitectura interesante, románica. ¿Ves? No es profunda, es angosta y larga. El escudo tiene una leyenda que dice «Subdivisión de la propiedad», y esto se fundó el 1856, pero los colonos que venían traían una mentalidad rousseauniana.
Tomamos un café, y luego nos dimos un abrazo bajo el sol y nos despedimos. Elena desanduvo el camino hasta su casa, el que hacía con él todos los días. Pero esta vez iba sola.
Ávidamente, para no irme sin dejar nada por ver de todo aquello que él había visto y vivido, fui al Museo de la Colonización. Entre otras cosas, vi una de las primeras cunitas de hierro de la colonia que Pedroni rescató de la intemperie, y el chal que usó la mujer del herrero Taberní en el primer casamiento civil de Esperanza, cuando su novio, ante la negativa tanto del cura como del pastor a casarlos porque pertenecían a diferentes religiones, la tomó por esposa, ante todos los vecinos, en el medio de la plaza.
Por último, por un senderito angosto, llegué hasta su tumba. Creo haber dicho ya que está llena de margaritas silvestres y que tiene una rosa roja, pero me gusta repetirlo. También hay un bajorrelieve hecho por el escultor Seslacec: allí está su tacuarita sobre su rosal.
Dicen que murió sentado en un balcón, mirando un avión que escribía en el cielo. El quería morir en su suelo santafecino, pero la muerte no le dio tiempo, y lo alcanzó cerca del mar, en su casa de Mar del Plata.
Su padre pidió que le colocaran a sus pies su cuchara de albañil, y él lo sintió como algo injusto: Por haberte servido / sin hablar, atado a tu silbido / hasta que fui a estudiar, yo tenía derecho / a tu cuchara de albañil / -la más honrada entre diez mil-; / pero no me la diste: / como la cruz en tu pecho, / orgullo de tu vejez, / ella fue puesta a tus pies / cuando te fuiste. / Y aquí me tienes, triste. Al enterrar su padre su cuchara de albañil, se llevó con él el secreto de todos los muros.
Me pregunto que hubiera querido don José que le colocaran a los pies, de haber tenido tiempo de pedirlo. Seguramente que no hubiera querido que fueran las herramientas con las que le construía los nidos a la tacuarita, porque de esa manera quedaría desamparada para siempre; ni tampoco sus versos, porque ya no le pertenecían, habían pasado a ser de todos.
¿Qué fue entonces, lo que se llevó consigo para siempre? Quizás aquella llave dorada y pequeñita como la del arca de Peter Zimmermann, aquella llavecita única y suya que le abría las puertas de un secreto: el de las misteriosas combinaciones de las piedritas de los ojos de Elena.
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LA HISTORIA DE LOS PATINES Y OTRAS HISTORIAS
Reportaje realizado por Jorge Isaías,
(Esperanza, Santa Fe, Noviembre de 1989.)
Pensé largamente antes de incluir este reportaje inédito a doña Elena Chautemps de Pedroni en esta edición. Desde el punto de vista del anecdotario hay repeticiones con respecto a la excelente entrevista que le hiciera Mónica López Ocón y que precede a ésta.
Tal inclusión tiene, creo yo, un valor de homenaje, porque hasta donde yo sé, fue la última vez que ella habló frente a un grabador para recordar retazos de su rica vida junto al poeta.
Dos años después se nos iba, quitándonos la mirada de esos bellísimos ojos claros para siempre, dejando en nuestras pupilas la mansedumbre y el amor para que nunca la olvidáramos los que tuvimos la suerte de tratarla.
Fui huésped en Esperanza por un par de días gracias a una amable invitación de la Secretaría de Cultura Municipal, de resultas de una charla sobre la experiencia de mi viaje a España, ocasión que no desaproveché –como es obvio− para recorrer esta vez con más tiempo los pasos cotidianos que Pedroni dibujaba por su amada ciudad.
Fui al club donde se reunía con sus amigos para una partida de naipes, algunos de ellos todavía se sentaban alrededor de esa larguísima mesa compartida por todos. Allí me senté junto a su hijo Juan Carlos y escuché algunas anécdotas mientras apurábamos algunos «amargos» con soda tratando de mitigar la canícula de ese noviembre. Luego anduvimos el camino que recorría Pedroni: la plaza, el Velódromo, la redacción de «El Colono».
La plaza, donde está el monumento a la agricultura, de quien el poeta escribió:
Todos los jefes de familia están en el monumento.
Todos los hombres.
Heine, Rousseau, Wagner, Racine…; todos los nombres
de aquel extraordinario momento.
Pero no están sus mujeres
que son la fe y el nacimiento.
No están ellas, las de los largos quehaceres.
Ningún nombre de madre en el monumento.
La plaza con su árbol centenario, debajo del cual aquel joven inmigrante tomó por esposa legítima a su novia. Lo hizo comprometiéndose frente a todo el pueblo. Era en los albores de la fundación de Esperanza y los padres de ambos profesaban religiones distintas, por lo tanto ninguna iglesia los casaba. Pero no contaban con la audacia y el sentido práctico con que a veces el amor se recubre.
Después del almuerzo, en la pequeña casita de Pedroni, en la calle 25 de Mayo, pude admirar el jardín de doña Elena y el humilde taller donde Pedroni fabricaba sus baldes, sus maceteros y multitud de objetos caseros, haciendo honor a su vida de hijo de inmigrante con estos oficios que amaba, tanto, que dedicó en El nivel y su lágrima todo un catálogo a las herramientas humildes que el hombre dignifica en su trato diario y a quien ellas dignifican.
Comenzar a hablar del hombre a quien ella había amado y acompañado desde que era una adolescente la ponía en un estado de mucha emoción, pero Elena quiso correr ese riesgo, con mi compromiso de que cuando ella lo dijera, cesábamos la charla. Tenía en ese momento más de ochenta años y le recordé que era la primera vez que conversábamos con un grabador por delante.
Conversamos de la historia de los patines, que cuenta Pedroni en su carta autobiográfica a José Portogalo, y en el reportaje de Mónica López Ocón, Elena lo repite.
Una anécdota que tanto había afectado al poeta y que definía el rigor de aquellos padres bíblicos, hechos en una economía de gestos cariñosos, tal vez por aproximarse demasiado en su estoicismo a esa sagrada cultura del trabajo, y que vieran todo lo que no fuera ese camino como una desviación o desatención del mismo.
El resultado de aquella charla, inolvidable como todas las que tuve con doña Elena, y con su hijo Juan Carlos como testigo, es textualmente el siguiente:
¿Qué fue para usted conocer a José Pedroni?
−Lo más maravilloso de mi vida. El ya tenía un pequeño libro publicado cuando lo conocí, que se llamó La Divina Sed y que excluyó de sus obras completas. Tampoco lo quiso reeditar solo. Lo veía con influencias de Vargas Vila, autor muy amargo de moda por aquellos años.
Mientras estuvo en casa entró como «escribano», es decir como contador, como se le decía en los pueblos. En aquellas épocas se trabajaba todo el día. Y a mediodía comía en casa. Era parte del trato laboral. A los pocos días empezaron las miraditas. Imagínese, yo tenía 16 años y el 19.
Pero se casaron pronto…
−Nosotros fuimos novios 4 meses. Es cuando el escribe ese soneto y lo manda a Rosario, a un concurso. Prontamente empieza a escribir La gota de agua y sufrió un poco la influencia de la poesía española. Con este libro obtiene un tercer premio nacional. Un tal Terán estaba en el jurado y lo recomienda. Nos casamos porque estábamos miedosos de no vernos más. Nos vamos a casa de sus padres, a Gálvez. El se va a hacer el servicio militar y viene todos los fines de semana, pero además durante la ausencia me escribe cartas.
También escribía cartas ofreciéndose para contador de fábricas, en los pueblos. Escribió como 40, según me contó luego.
Un día llega a Gálvez (yo vivía en la casa de sus padres mientras él hacía el servicio) y me da 7 cartas a elegir. Me dice: «Estos son los lugares donde me aceptan. ¿Adonde querés ir?». Cuando me nombra Esperanza caí en la cuenta que yo no la conocía. Sabía donde estaba geográficamente porque mi padre venía a pagar unos impuestos aquí. Yo no sé que me pasó. Era una palabra tan hermosa para mí, que tenía 17 años y mi hijo recién nacido y empezaba una nueva vida junto a mi esposo y el niño.
Pensé también que tenía que arreglármelas solita mi alma.
Pedroni vino entonces a probar suerte solo, por unos 20 días, recién salido de la conscripción.
Don Nicolás Schneider le da el trabajo, pero lo ve tan joven que le pregunta un poco como para cerciorarse, si se creía apto para el trabajo.
−Usted pruébeme –le contestó Pedroni−, si no le sirvo me voy.
Trabajó 35 años, hasta que se jubiló. Es que mi marido era muy, pero muy responsable. Había tenido una infancia dura, muy dura y con un padre muy exigente.
Sí, leí en sus cartas que le cuenta a Portogalo, la anécdota de los patines…
−Sí, cuando él tenía 10 años fue mandado por su padre a pagar la libreta anual al almacén de «ramos generales». Fue con una de sus hermanas y como sabían que se acostumbraba a pedir una «yapa» al pagarse las cuentas, convencieron al empleado para que les regalara un par de patines. Cuando llegaron a la casa muy contentos, el padre se los hizo devolver. Les exigió pedir algo que «sirviera en la casa». Recordó siempre aquella frustración de los patines.
Él se había hecho en esa escuela del sufrimiento. En cambio la madre era muy dulce. Don Gaspar tenía un carácter de los mil demonios. Pero fíjese que a mí me lo contaron, porque durante el año en que mi marido hizo el servicio militar yo viví con mis suegros y nunca le oí levantar la voz. Cómo sería el cambio que un concuñado me decía «Elena, vos sos el ángel de la casa. Fijate que hasta don Gaspar cambió desde que entraste aquí.»
Yo era una muchachita callada. La presencia mía frenó los escándalos a los que acostumbraba a su familia. Pero ya le digo, esto es siempre según las referencias.
Cuando con Pedroni nos fuimos a Esperanza me dijeron que don Gaspar volvió a las andadas.
Sí, era lo típico en esos inmigrantes. ¿Quién sabe qué vida de sufrimientos habrían llevado para ser así, tan poco dados a todo lo que fuera disfrute, aunque sea modesto, de la existencia? Allí todo tenía que ser trabajo y sacrificio. Me hace acordar a mis abuelos, a mis padres.
−Sí, vaya a saber su historia. Él vino de Europa muy joven y se casaron en Gálvez.
Y don Gaspar ¿vino sólo o con su familia?
−No, él vino sólo, lo mismo que mi padre, que lo hizo de los Altos Alpes. de Grenoble, Francia.
¿Y su mamá?
−También era francesa.
¿Se radicaron en Saa Pereyra?
−No, ellos se conocieron en San Carlos. En una fiesta que se festejaba el final de la recolección del maíz. Eran invitados los muchachos y muchachas de toda la zona. Mi mamá tenía 6 hermanos varones.
Claro, eran épocas con muy pocas posibilidades de encontrarse, de conocerse y menos de tratarse. En ese tiempo las mujeres iban solamente a misa y con la mamá. Pero habría fiestas tradicionales que servirían para hacer sociedad, ¿no?
−Sí, claro. Las fiestas patronales. Yo lo conocí así a Pedroni.
Mi tía me dice: ¿querés ir a la fiesta? Bueno, le digo yo, pero sin mayor interés. Así que nos ataron una volanta y fuimos. Estaba la banda tocando y todo lleno de gallardetes y adornos, globos, banderas.
Cuando entramos, veo a un muchacho que no me ve porque estaba muy inclinadito con todo su pelo claro, como de color aceite. Y me digo para mí ¡Cómo me gusta ese muchacho! Y le pregunto a mi tía: ¿Quién es ese muchacho que está charlando con la chica de Favre? Se lo pregunto haciéndome la tontita. Ah, me dice mi tía, es el «escribano» de Favre. La familia Favre era muy grande y tenía un comercio en el pueblo. La chica vivía en el campo. Dimos una vueltita y nos fuimos. Y me quedé con ese lindo recuerdo. Pero no dije nada en mi casa. Imagínese Isaías, yo tenía a esa edad un enjambre de muchachos que me escribían cartas. A lo mejor las copiaban de esos epistolarios que estaban de moda. Eran modelos de cómo escribirlas. Pero yo me decía a mí misma que mientras no estuviera enamorada no quería perder el tiempo y no me quedaba con nadie.
A los tres meses llega mi papá en el auto de dar una vuelta cobrando cuentas y le dice a mi mamá: −Sabés que acabo de contratar al «escribano» de Favre. Se puede imaginar usted ¡cuántas cosas pasaron en mí!
A los tres días lo tenía paradito en mi casa. Él, al parecer «charlaba» con esa chica, y le seguía escribiendo según me confesó después.
Y ese tal vez el temor mío cuando me enamoré de él, que me hiciera lo mismo que a esa chica a quien olvidó.
¿Y cómo era Esperanza cuando llegan aquí?
−Muy linda. Con un aspecto muy europeo, mucho más que el actual. Imagínese, yo venía de un pueblito muy chico, de 900 habitantes, con colonia y todo. Pero tenía dos casas de comercio muy importantes. Una era de mi padre, que también vendía implementos agrícolas.
¿Era colonización francesa Saa Pereyra?
−No, piamontesa. Sí, nosotros hablábamos el dialecto de chicos. Con el ir y venir de gente mis padres aprendieron y casi no hablábamos francés, lo hacíamos sólo en la intimidad de la familia.
Doña Elena: ¿Cuándo ustedes llegan a Esperanza, Pedroni ya estaba escribiendo Gracia Plena?
−¡No, no! Él no lo escribió durante la gestación de mi primer hijo. Usted sabe que el poeta lleva en sí las cosas, las sensaciones, y un día como le pasó a usted en Pintando la aldea, lo escribe. El niño tenía dos años y medio cuando él empieza de noche a escribir Gracia Plena. Un poco también en el trabajo. Él llevaba a dormir al niño y después se ponía a escribir y le cantaba una canción italiana, muy monótona, como una nana. La debió aprender de mí, porque yo la cantaba. Y acostaba al niño, y cuando éste se dormía, se ponía a escribir hasta la medianoche.
Mientras trabajaba en la fábrica ésta será su manera de escribir. Sólo se podrá dedicar a la poesía en tiempo completo recién cuando se jubila.
Entonces, Gracia Plena ¿sale recién en el año 1925?
−Sí. Y Gracia Plena nunca gana un premio. Imagínese, Pedroni era muy apegado a su terruño, iba muy poco a Buenos Aires. Iba cuando tenía que editar un libro. Allí lo conoció a Lugones, a Glusberg que era su editor, y es quién le dice «Pedroni, este libro tiene que conocerlo Lugones». Pero mi marido era enemigo de molestar a la gente. Cuando Glusberg le hace llegar a Lugones Gracia Plena, dice que el cordobés se paseaba con el libro y decía «Esto tiene que conocerse».
Y de allí el famoso artículo de «La Nación», el gran espaldarazo.
−Sí, de allí viene «El hermano luminoso». Eso lo inhibió mucho a Pedroni. Me decía «¿Y ahora qué escribo?». Es Lugones quién lo descubre, pero estuvo muchos años luego sin atreverse a publicar, diez exactamente y cinco sin escribir.
Él había ganado sin embargo unos Juegos Florales en Rosario.
−Sí. Unos juegos que propiciaba Alfredo Palacios, con un poema que se llama «El aromito» y que es del año 1922. El público lo ovaciona cuando él lo lee y cuando la gente en Esperanza se entera por los periódicos que Pedroni era poeta, echa a rodar el cuento que yo se los escribía. De allí sale el poema «Piedras».
Como tenía un comportamiento de cualquier vecino, se enfervorizaba con el fútbol, se subía a las chatas tiradas por caballos cuando dejaba el trabajo y si salía un carro con algún arado en ese momento, se hacía traer hasta la plaza, aquí a la vuelta.
Después, mucho más tarde, estuvo junto a Rojas Paz entre los favoritos por el Premio Nacional. Justamente Pedroni estaba en Buenos Aires de casualidad y el propio Rojas Paz le dice: «¿Sabés que estuvimos cerca del primer premio?». Pero resulta que unas señoras gordas fueron a hablar al ministro y le dijeron que otro de los poetas presentados necesitaba el dinero del premio para pagar la casa y el trofeo cambió de favorito.
Ni Rojas Paz ni Pedroni sacaron nada.
¿Era un gran lector Pedroni?
−Sí. Además leíamos mucho juntos.
Leí algunos trabajos donde se interesa por la colonización, en el Archivo General de la Provincia.
−¡Ah, sí! Él se informaba mucho cuando escribía. Para escribir el poema «Gaucho» dejó todo anotado en una edición del Martín Fierro.
(Su hijo Juan Carlos, presente en la entrevista, me acerca una viejísima edición toda anotada. Y también un Facundo, con un enjambre de letritas al margen. La inconfundible letra pedroniana. Descubro allí que tal vez haya sido la edición que usó para escribir La hoja voladora. Así me lo confirma Juan Carlos ante mi pregunta).
−Su gran biblioteca era de poesía –prosigue doña Elena− y desde que lo conocí hasta su muerte fuimos grandes lectores. De los libros que compraba y de los tantos que recibía de poetas desde los más remotos confines del país y aún del extranjero.
Cuando apareció García Lorca a influir entre los poetas de la Argentina, él se enamoró de su poesía. Los romances de su libro Diez mujeres tienen algo de él. Una estudiosa de EE.UU le escribe para preguntárselo. Entonces deja de leerlo, porque él reconoce su influencia.
Pero a él le interesaba informarse mucho al escribir, ¿verdad? ¿O lo hace sólo con los poemas que tienen que ver con la colonización…?
−Sí, antes no lo hace.
¿Cómo surge esta idea de cantar a la colonización? Quiero decir, ¿surge como un programa? ¿Es una idea que lo gana poco a poco? ¿Es espontáneo?
−Se le ocurrió con un poemita, cuyo nombre no recuerdo ahora. Pero es cuando participa del Centenario de la fundación de Esperanza, en 1956 cuando se entusiasma con el tema.
No obstante reunirá en Monsieur Jaquín poemas ya publicados antes en El pan nuestro, que es un libro muy anterior…
−¡Sí! Era una costumbre de Pedroni.
Y creo que es el primer libro que edita en Santa Fe.
−Sí. Y deja de viajar a Buenos Aires. Es cuando Castellví le pide Monsieur Jaquín para editar.
¿Era enemigo de los viajes Pedroni? ¿Salía mucho del país? Tengo entendido que fue una vez a México.
−Sí, porque nuestra hija vive en Guatemala. ¡Qué comedia cuando tenía que viajar! «No, yo no voy a viajar» decía. Es que le tenía miedo a los aviones. Cuando estábamos en Buenos Aires visitamos varias compañías de turismo para ver si lo podíamos hacer en barco. Pero no había viajes. Parece que los medios de comunicación entre los puertos era muy mala en la época. También fue a ver a un médico, no se olvide que él había tenido un infarto en el ’53. Pero el médico se lo permitió.
El médico le dice: «Mire Pedroni, si hasta los bebés viajan en avión sin problemas». Al final accede. Cuando volvió recibía a sus amigos y les aconsejaba viajar en avión, porque en barco no se aprecia nada, decía. Luego fuimos a México, donde dio unas conferencias.
¿Hizo algún otro viaje al exterior?
−No, no le gustaba viajar. Él decía que la gente era igual en todas partes. Que nadie le hablara de Europa. Él decía que la gente trabaja, sufre, ama y se muere en todos lados. En cambio yo soy más curiosa, a mí me gusta viajar. Con Pedroni viajamos mucho por el país, pero nunca quería ir a Mar del Plata. Hasta que una vez viene un amigo suyo, profesor, que había ido con los alumnos una semana y vuelve encantado. Le contaba las bonanzas de aire, la belleza de la ciudad…
Después de conocerla no lo pude sacar más de Mar del Plata, Isaías.
Hasta compraron un departamento allí, ¿verdad?
−Sí. Yo quería ir a otro país, conocer Brasil, por ejemplo, pero si bien él me decía: «vos prepará todo, vos prepará todo», llegado el momento me decía: «¿Y si vamos a Mar del Plata?».
¡No lo podía sacar de allí!
Sí, leí en el Archivo de la Provincia varios reportajes que le hacían los medios de allí.
−Ah, sí. Él tenía muchos amigos, lo querían mucho…
¿Y entre los escritores, quienes eran sus amigos?
−Rojas Paz, Nalé Roxlo, Fernández Moreno, Verbistky, Portogalo.
Con Lugones tienen un trato más alejado, no llegan a ser muy amigos
¿Y de aquí? Digo, en la provincia…
−Mateo Booz, Carlos Carlino, Gudiño Kramer y los entrerrianos Juanele Ortiz y Amaro Villanueva.
Con respecto a Juanele hay una anécdota. Un día vino a visitarnos, pese a que él salía poco de su provincia y de su casa, incluso. Le dice a mi marido: «Pedroni, acompañame a comprarme un termo». Pero no compró ninguno: los encontraba a todos muy gordos. Se acuerda que él siempre buscaba objetos muy alargados, muy delgaditos.
A mi marido le escribía unas cartas donde dejaba unos márgenes bárbaros, y toda la letra al costadito.
Sí, así era Ortiz, yo lo conocí. ¿Qué otros personajes venían a verlo por aquí?
−Se había hecho muy amigo de Jorge Cafrune, él lo hacía contratar en un club del que fue presidente, un club social y deportivo.
¿Y de los jóvenes? ¿Recuerda a alguno en particular?
−A uno que él estimaba mucho: Juan José Saer.
¿Él hizo títeres alguna vez?
−Sí. Fue una etapa donde esta actividad lo absorbió mucho. Tanto que casi dejó de escribir, cosa que me preocupó mucho. Íbamos con la señora de Borla, que era el otro director del teatrito. Íbamos por todos los pueblos. El teatro se llamaba «Pedro Pedrito».
Nosotros hacíamos los vestiditos a los títeres y hasta llegamos a fabricarlos integros.
Pedroni tenía escrita una obra de títeres, ¿verdad?
−Sí. A pedido del profesor Zen, en la gestión del doctor Guillén iba a ser editado por la subsecretaría de Cultura de la provincia de Santa Fe. Decidimos incluso resignar los derechos para que sea editado, pero aún no tuvimos esa alegría.
Esa época de los títeres lo hizo muy feliz, había hecho imprimir papel y sobre para cartas con membrete. Y escribía a los clubes, a las municipalidades, a las comunas.
Luego, las chicas que manejaban los títeres empezaron a noviar y el grupo se fue disgregando.
Yo respiré tranquila, Pedroni volvía a dedicarse de lleno a su tarea principal: la poesía.
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