Discursos de José Pedroni

Estos tres escritos de José Pedroni son una muestra fiel de su estilo discursivo, de su  compromiso social y con  su tierra, y de su  lucha por la igualdad de los escritores.
Fueron elegidos y publicados en 1996 por Jorge Isaías en su libro «José Pedroni – Papeles inéditos». (N del E)


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INDICE DE DISCURSOS


      ·        Discurso de José Pedroni
 Leído en Esperanza, Santa Fe, el 25 de octubre de 1953 en ocasión de la serie de homenajes nacionales al cumplir 30 años con la poesía.

·        Situación del Escritor del interior del país
Informe y recomendación de la comisión Nº1 aprobado por unanimidad en el «Primer encuentro de escritores» realizado en Bs. As. en diciembre de 1961, organizado por la SADE, y que fuera leído en sesión plenaria por el presidente de dicha comisión, el escritor José Pedroni.

·        El congreso de escritores de Paraná y el escritor provinciano
 Nota Editorial transmitida por LT 9 Radio Santa Fe el 30 de noviembre de 1964.


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Discurso de José Pedroni, leído en Esperanza el 25 de octubre de 1953 en ocasión de la serie de homenajes nacionales al cumplir 30 años con la poesía.

Reproducido por el semanario «Propósitos»
de Buenos Aires en su edición del 12/11/53

            Amigos; yo tenía pensado, para echarlo aquí, un discurso de ideas formales que abonaban citas apropiadas y donde había muchas sentencias agudas, varias ocurrencias felices y hasta el grano de pimienta de algún dicho mordaz de uso común; todo lo cual servía para daros con gravedad el informe de mi experiencia en el arte y en la vida; para agradeceros con belleza e ingenio esta gran demostración de aprecio que no olvidaré nunca, y para expresaros con eficacia aquella verdad que uno juzga nueva y que es el mensaje de la madurez. Deploro defraudaros en vuestra expectativa. El poeta ha optado por traer aquí sus versos, viejos y nuevos, donde según él, todo está dicho con sinceridad, claridad y economía, en pies y tonos ajustados a su rudimentaria flauta de bolsillo. El verso nunca ha valido menos que la vieja y conocida prosa en la expresión de nuestro sentir y pensar. ¿Acaso el canto del payador no acompañó con su consuelo y estímulo a quienes rastrearon en esta tierra la libertad, y en las cargas de la patria la vidalita del guitarrero no supo adelantarse al toque del corneta? Repasando lo cantado, veo que es muy poco lo que tengo que agregar, porque felizmente yo nunca he hecho literatura para mi consuelo o recreo, y no he vivido de espaldas a mi pueblo, sino con él y en su drama. Enamorado del hombre y de todo cuanto él mira y toca, me he movido siempre en cuerpo y alma con la muchedumbre, como la gaviota con la nave, y de este permanente enlace de lo individual con lo colectivo, he llegado a producir, según vosotros, una obra de contenido humano y social donde el pueblo se encuentra a sí mismo y me otorga la única gloria a que aspiro: la de verlo como se apodera de mi canto y cómo empieza a destruir mi nombre. ¿Cuáles son los valores positivos que mi verso no ha exaltado, la mala causa que no ha denunciado, el llamado de amor que no ha hecho? Los poemas de la colonización agrícola ponderan los hechos que son punto de partida de la conquista de nuestro progreso mediante la civilización de la tierra, e invitan al país a mirar con respeto a los invasores del arado y a gobernantes y empresarios que hicieron posible el advenimiento de esa ventura. Los poemas de la maternidad son un jubiloso canto a la vida en una tierra de paz y trabajo. El pan santificado por el cotidiano esfuerzo y su precio de sudor y sangre, son la sustancia de todos los poemas proletarios de la fábrica. En La mesa de la paz se acusa a los enemigos del hombre y se da la fórmula, mi fórmula, de preservar la vida. De la cobardía que supone tener un pensamiento generoso y no ponerlo en acción y de la diferencia que existe entre la teoría que no arriesga nada y el acto que compromete, se alude en el Canto al muchacho muerto a puntapiés, donde, a la vez se recuerda al escritor que la pluma es en su mano un arma al servicio del espíritu humano y no un juguete para una literatura de evasión, inactual e infecunda. Mi pronunciamiento categórico contra la dominación injusta y cruel que despoja al hombre de su dignidad, desata el miedo y fomenta la adulación la hallaréis en el Canto al ciudadano del mundo. Mi abandono de un mundo viejo por la esperanza tiene su certificación en el Canto del compañero de ruta.

            Mi anticolonialismo y mi amor a la patria, devotos de Martí y San Martín, están en Las Malvinas. Finalmente, en Río Salado y Suelo santafesino, mi desbordado apego por el solar nativo, a quien declaro aquí dueño de mi canto, de mi vida y de mi muerte.

            El escritor, el artista en general es un maestro. La condición noble del maestro exige honradez, bondad de vida y moral heroica; todo lo cual se siente en su voz.

            El maestro da luces al pueblo. Para darlas, tiene que amar a éste, mirarlo en sus ojos y pulsarlo en su alma. Tiene que conocerlo y creer en su capacidad de superación. En el lenguaje con que el propio pueblo comenta su drama están las voces y figuras más eficaces para llegar a la emoción del hombre, educar sus sentimientos e iluminar su mente. El pueblo rechaza las formas misteriosas, por él desconocidas, de comunicación. El magisterio del arte se cumple se cumple plenamente en un clima de libertad, y reclama la vinculación de todos los maestros del espíritu. La incomunicación entre la gente de letras, y de ésta con el pueblo, es una desgracia para el país y un enemigo de su progreso. Una de sus consecuencias trágicas es la desorientación y tristeza del artista, que no le halla sentido a su vida de mensajero porque el artista es útil y es feliz en cuanto su verdad se difunde y discute en función de cultura. Por el diálogo, que pone en lidia las ideas, se llega al entendimiento que es confianza y alegría, y del brazo de éstas es como toda la comunidad avanza. Nuestra crisis de inteligencia no será resuelta mientras persista una literatura de soledad, hija del pesimismo, la presunción, el desapego o la cobardía. Esta literatura es tan negativa como aquella otra que ignorando el sentido militante de la cultura, se aísla en zonas de simpatía que reducen el empuje del conjunto. Los intelectuales no pueden dividirse según sus pasiones e intereses, sino que deben agruparse conforme al derecho legítimo del pueblo de ser servido, orientado y amparado por ellos. Y para el cumplimiento de este irrenunciable deber, el pueblo, que contiene todas las ideologías y creencias, ha puesto solamente dos condiciones: ser honrado y amar al hombre.

            Es evidente que impera un gran silencio, parecido al que se produce en un bosque lleno de pájaros cuando se dispara un tiro. Y es también cierto que el artista no es el único responsable de que el canto haya cesado en parte. El cazador está preso; pero el estupor que no reacciona en busca de una salida, señala una declinación en la capacidad de acción de quien debe cantar para no morir. Este decaimiento de la iniciativa de defensa, ¿qué explicación tiene entre nosotros? ¿Es decepción frente a un sueño no cumplido? ¿Es resultado fatal de un largo disfrute despreocupado y voluptuoso de la comodidad? Puede haber algo de lo uno y de lo otro; pero, a mi ver, es consecuencia de haber ignorado al pueblo. Y en su hora de prueba, el escritor, el artista, se encuentra solo y desconcertado frente a un pueblo que no lo reconforta porque no lo reconoce.

            Pero hay un digno y superior camino de recuperación. Nos señala la bandada que pasa alta y fuera de tiro, discurriendo en magnífica unidad sobre el rumbo del vuelo y el canto.

            Sin que nadie renuncie a las propias convicciones, en un ambiente en que ellas puedan ser expuestas y debatidas libremente, hallaremos, con la salud y felicidad, las nuevas formas de comunicación con el país. Tenemos que aproximarnos y coincidir siquiera en un mínimo de colaboración por la cultura y su desarrollo. La acción es de todos los intelectuales con conciencia histórica que consienten en la preservación de nuestras tradiciones democráticas, y también de todas las personas interesadas en nuestro progreso social por la vía del trabajo en común, el canto y la paz.

            Los hombres de pensamiento de otros países que soportaron guerra y ocupación, ya ha mucho que conversan y luchan por hallar una salida a la luz. Lo hacen en presencia de sus pueblos ansiosos de abandonar la angustia. Hagamos nosotros lo mismo en esta tierra joven y ancha, y no tardaremos en hallar nuestro mañana. Para que ello sea posible, unamos nuestras voluntades y marchemos sin miedo hacia los mayores goces y derechos, porque el abismo en que la sociedad puede hundirse no está, según la siempre vigente expresión de Victor Hugo, delante de nosotros, sino atrás hacia donde algunos nos quieren retroceder.

José Pedroni

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Situación del Escritor del interior del país


Informe y recomendación de la comisión Nº1 aprobado
por unanimidad en el «Primer encuentro de escritores»
realizado en Bs. As. en diciembre de 1961, organizado
por la SADE, y que fuera leído en sesión plenaria por el
presidente de dicha comisión, el escritor José Pedroni.


            La Sociedad Argentina de Escritores ha tenido la feliz idea de reunirnos en familia para poner por primera vez a consideración nuestra un problema que no es nuevo, que factores de progreso económico y social pudieron ir aliviando hasta hacerlo desaparecer, pero que persiste y se agudiza en el tiempo: el problema de la sociedad del escritor de tierra adentro. Concurrimos a esta oportunísima convocatoria con gran interés y determinación, llenos de fe en la capacidad constructiva y las virtudes del gremio y sin reservas con nadie. Queremos trabajar para todos.

            El asunto tiene para nosotros dos aspectos: uno sustantivo y principal y otro secundario e incidental. Los une una relación de causa y efecto que son inseparables para un estudio serio.

            Sin ánimo de extraer de lo aparente una presunción que no responde a nuestra confianza, cual sería la de ver reflejada en el temario propuesto una precaución limitativa de la discusión, (pensamos que es un olvido) encontramos que aquél es ciertamente esquemático y superficial y que si habríamos de atenernos estrictamente a él –que no plantea cuestiones de fondo− podríamos arribar a expedientes de valor momentáneo con descuido de lo permanente, y a conformarnos con declaraciones que, aún sin proponérnoslo, importen el reconocimiento tácito de un mal irremediable. Nuestro convencimiento y nuestra disposición son otros. Conocemos el mal, como que estamos cerca de quienes los padecen, pero pensamos que puede ser extirpado, que debe ser extirpado. Creemos que hay un camino para alcanzar ese bien y no es aquél que deja de lado lo fundamental para sólo ponernos en lucha con las manifestaciones que son su sombra.

            Nuestra posición, que se inspira en un sentimiento de amor por el colega, de respeto a su dignidad y de reconocimiento de su derecho como miembro útil de la sociedad a quien sirve;  admite y apoya, como recurso de urgencia, aquellos arbitrios que se propongan dar aliento y auxilio al escritor del interior; pero no siente simpatía por ellos, porque atemperan y no remueven, y porque pensamos que no es con cabos arrojados como se resuelven los conflictos del hombre –en este caso del hombre creador− sin dañarlo en su delicada esencia.

            Creemos firmemente que es sembrando con riqueza y cultura las áreas vacías o sofocadas del país, de forma que lleguen ellas a tener vida propia, como se darán las condiciones llamadas a resolver no sólo cualquier dificultad transitoria del hombre de letras de un lugar; sino a proteger la vocación naciente, a fomentar la aparición de nuevos valores y a crear a su alrededor los atractivos que den sentido a su presencia y los hagan permanecer complacidos en su suelo.

            El país está extraordinariamente dotado para nutrirse a sí mismo y crecer en plenitud sin dependencia alguna interna o externa. Se le ha llamado «la canasta del mundo». El desequilibrio y la contradicción que en él se observan son un absurdo. Tenemos todo a mano para levantarnos con salud en hermosa unidad física y espiritual. Pero obramos como si estuviéramos fuera de Dios, en una postura mendicante que nos afrenta.

            El suceso de la cultura universal ayuda al buen discernimiento y sirve para alumbrar y orientar determinantes del mayor incremento y esplendor de las letras, las artes, las ciencias políticas y sociales, etc., en ciertos períodos de la historia, vemos que estos florecimientos son concurrentes y simultáneos con fenómenos de expansión económica o la culminación de los mismos, resulten ellos del descubrimiento, la conquista, la dominación, la revolución, la invención, el hallazgo de una cosa nueva para la industria del hombre. Vemos, asimismo, que la decadencia, la detención o el retroceso son accidentes de la vejez dentro de esa ley del progreso humano; pero, como tales, transitorios y superables, porque, como anota Pi y Margall, la humanidad sólo da paso atrás para tomar carrera.

En la vida de nuestro pueblo y no obstante su juventud, se observan etapas en que fuerzas motoras de avance influyen en la suerte de los acontecimientos y hacen sobrevivir lo maravilloso. Detengámonos a examinar el período de veinte años que corre de 1896 a 1914: la población se duplica, aproximándose a los ocho millones de habitantes. Es consecuencia del aporte de sangre nueva y joven, en masa, que empieza con Castellanos en 1856 y que va aumentando en ininterrumpida corriente hasta alcanzar cifras de doscientas mil personas por año. En la pampa húmeda, que abre sus puertas, se multiplican las colonias de las que nacen los pueblos. El crecimiento medio anual llega a treinta y cinco vidas por cada mil habitantes (rendimiento que luego declinará verticalmente y que hoy está reducido a menos de la mitad). Las poblaciones urbanas y rurales se nivelan, se contrapesan para el cultivo y la industria. En la tierra civilizada aparece el camino, el alambrado, la máquina, el árbol nuevo, la casa, la escuela, la iglesia, la comuna, el diario, y por aproximación de los hombres, el diálogo y la sensibilidad por la función pública que quería Sarmiento. Se promulga la ley de matrimonio civil (tiene su primera manifestación en esa tierra que se puebla de hombres, de ideas y creencias), la de enseñanza laica y la de sufragio secreto. Se incuba el movimiento emancipador de la inteligencia que se llama reforma universitaria. Estimulado por lo excitante del progreso, el pensamiento creador, filosófico, revolucionario e investigador se desarrolla. No es casual el florecimiento de Lugones, Payró, Rojas, Ingenieros, Joaquín V. Gonzalez, Groussac, Florencio Sánchez, Ameghino, Juan B. Justo, Yrigoyen, Lisandro de la Torre,… El trabajo y la riqueza producen nuestro Siglo de Oro. Lo hemos perdido y debemos recuperarlo. Somos diputados naturales del pueblo. Con conciencia histórica de esa responsabilidad contribuimos a la nueva victoria. Es Hugo quien nos amonesta: «Todo escritor debe tener por objeto principal ser útil».

            La irrigación del caudal inmigratorio que produce el equilibrio señalado entre las comunidades de ciudad y campo no abarca todo el territorio, se localiza en un sector de su zona fértil; pero es demostrativo de cómo un federalismo económico de hecho puede superar las dificultades de un federalismo jurídico y de tradición. Por obra del fíat colonizador, Santa Fe, que ocupaba en el índice demográfico el penúltimo lugar entre los estados (41.000 habitantes en 1857) pasa al segundo puesto (400.000 en 1895) y se hace realmente autónomo por el poder de su prosperidad y el consiguiente desarrollo de la cultura. D’Amicis, que visita el teatro de este acontecimiento, exclama después de atravesar la capital patriarcal que se abanica en el pasado: «Santa Fe es la puerta vieja de un mundo nuevo».

            Venimos de la tierra donde se ha producido eso que no es milagro, porque resultó de la razón severa y la voluntad de mandatarios enérgicos y de continuadores no menos progresistas. Esta es la tierra que nos enamora  y protege con sus cuarenta mil kilómetros cuadrados de cultivo. No tenemos ningún motivo para dejarla. Mateo Booz la llamó su país.

            Un día, pues, partiendo de Mayo que vive en Moreno y Rivadavia, fue dada por la visión profética de Alberdi y Sarmiento que conmueven a Urquiza, para después ser resistida por el recelo que denuncia Castellanos, mal vista por el resentimiento a que alude Oroño y desfigurada por la especulación y el arrendamiento que anota Francisco Latzina, la fórmula que labraría la grandeza del país. Ella sigue teniendo vigencia, porque hay un innegable problema de despoblación que persiste, y es en ella y en la experiencia que le sucede donde han de inspirarse las medidas que cada realidad física y social del país necesita, sobre la base de lo que debe ser una coherencia nacional indestructible.

            Hemos perdido mucho tiempo, además de muchas oportunidades de migración espontánea que otros aprovecharon mejor, como EE.UU.; y es un presidente de esta nación, el gran demócrata Franklin Delano Roosevelt, quien en ocasión de su visita a la Argentina nos lo advierte: «Uds. no podrán alcanzar un desarrollo acorde con los dones con que la naturaleza los ha favorecido mientras no aumenten grandemente el número de sus habitantes». La versión es de don Carlos Alberto Erro.

            En una tierra donde impera la bestia suelta, de riqueza escondida o de encanto detenido, el imán metropolitano hace escorar peligrosamente el barco. Hay que corregir la vieja estructura del inversor monopolista que hizo tributario del puerto de sus intereses a todo el país, y que acabó por deformar a éste.

            Es Erro, un escritor, quien propone soluciones: Que se establezcan −dice− normas autoritativas para conceder las más amplias franquicias a aquellas industrias que se implanten lejos de los grandes centros y cerca de los sitios de la producción de la materia prima, a fin de evitar el doble flete, limitándolo al del artículo facturado. Dicho de otro modo −continúa−, esto quiere significar habilitar los medios jurídicos para la descentralización de las industrias. Propone asimismo «la subdivisión de la tierra en áreas técnicamente racionales y el fácil acceso a la propiedad o a su posición tranquila y estable por quienes la trabajan», más los complementarios auxilios de crédito, asistencia y cultura, todo a fin de dar autenticidad y vigor a «escuálidos fragmentos condenados a dependencia y sumisión por su intrínseca flaqueza».

            Igual postulación se infiere de la protesta que Sociedad Rural de Tostado (Departamento 9 de Julio, de Santa Fe), elevó en fecha cercana al presidente del Banco de la Nación respecto de ciento ochenta y siete mil hectáreas de campo que se sacaban a subasta en condiciones no sugeridas por el propósito de dar una oportunidad a los numerosos productores que están sobre esa tierra. Dijo dicha Sociedad –y dijo bien− que se estaba desvirtuando el principio básico de la colonización, y que se exponía a un riesgo a esa tierra, el de que el actual latifundio fiscal pasara a ser en el futuro inmediato un latifundio privado, malográndose todas las esperanzas que existían de que ello se hubiera hecho con sentido de promoción económica y social, de subdivisión en escalas pequeñas como una manera de progreso para el norte santafecino.

            Existe el principio científico y el testimonio histórico de lo que tenemos por una certidumbre económica. Hemos recurrido para abonar nuestra meditación sobre el caso argentino a la impresión de un estadista experto plantado fríamente frente a la geografía estupenda de otro país, al planteo de un escritor conmovido por el conflicto de su pueblo y a la reacción de quienes son actores y testigos del drama de la tierra. Todos tres coinciden en el postulado progresista de aparcelar y poblar el campo vacío. Ello pone en evidencia una rémora paralizante: la estancia como bien de renta y no de producción, y una anacrónica política impositiva que permite la especulación, el precio venal y el tráfico del suelo. Denuncia asimismo como despoblante, asfixiante y anticultural la novísima tendencia del King Ranch de las grandes explotaciones pastoriles en las que son «las mejores tierras del mundo».

            Para llegar al fin propuesto se impone el regreso al ensayo-clave de 1956, esta vez orgánicamente planificado y abarcativo de todo el territorio. Nuestro problema es de geografía económica, política y social. Lo resolverá un pacto de argentinos para el progreso.

            Aparte del afloramiento de la riqueza por obra del trabajo, de la descongestión industrial, de la reactivación de los puertos interiores, de la nivelación de las masas humanas, del mejoramiento de la salud pública, del cese de la dependencia que humilla y neutraliza, del abandono de expedientes desnacionalizantes, ¿qué otro bien, que hace a la cultura, ha de esperarse de esa reforma ordenada y pacífica?: La alfabetización en que todos estamos de acuerdo porque hace apto al individuo.

            El ámbito rural, según la Unesco, «es precisamente el medio en Latinoamérica que más necesita del maestro y el libro». Tenemos diseminados en la soledad un millón quinientos mil analfabetos y otro tanto o más de semianalfabetos. Recordemos a Oroño, nuestro pequeño Rivadavia: «Necesitamos, para garantirnos contra las eventualidades del porvenir, que nuestros hijos sepan leer y escribir, que conozcan los medios de utilizar las ventajas de la tierra, aplicando a su cultivo los conocimientos que han hecho de otros países una maravilla de ciencia y de fuerza. El lazo embrutece y el arado civiliza».

            ¿Cómo podemos nosotros contribuir a este cambio fundamental, si lo encontramos bueno? Organizándonos con sentido de comunidad para la acción esclarecedora y la defensa, de forma de poder dar nuestro testimonio sin transigir. Es propio de nuestra naturaleza la disposición a la verdad y tenemos el poder moral de la palabra y el canto que hace unir a los hombres. Sólo nos falta amparar con la costumbre obrera de la disciplina nuestro noble destino.

            El Mayo de superación a que aspiramos necesita, como en sus albores, la invocación y el sostén coral de sus poetas.

            No estamos sugiriendo un tema. Hemos dicho en pasada ocasión que nadie está obligado a escribir sobre lo que no le interesa. El verso se hace sólo en la emoción y la discusión con él lo desfigura. Pero también dijimos que hay una moral del trabajo estético y que es un pecado que se paga con amargura interna y que el recuerdo del hombre no perdona, el renunciamiento del artista al desahogo de lo que es hermoso porque se siente como verdadero. Estamos invitando a una unión de voces a quienes sufren el drama argentino, para facilitar el propio mensaje. La suerte de la patria es nuestra propia suerte. Pongámonos al servicio de este bien. Que la amonestación de Heine nos alumbre: «Nadie sabe si un día no tendremos que dar cuenta de nuestras palabras».

            Un estudio concienzudo de la realidad nacional y de lo que ésta afecta a la cultura, seguido de una declaración creadora de una conciencia popular, puede ser el comienzo de la lucha. Creemos que ha llegado la hora de poner manos a esta obra. Queremos dejar en Uds. esta preocupación. En cuanto a lo relativo e inmediato, pensamos que nuestra sociedad, además de una constante labor de aproximación afectiva, de confraternidad, debe intervenir en la fijación del salario de nuestro trabajo; abogar por la edición del libro nacional; hacer conciencia en las publicaciones de todo orden –radio, diario, televisión, etc.− que el interior del país existe y que hay que salir a la busca de sus valores, conseguir que una y otra cosa se legislen; gestionar de los poderes públicos el tránsito y el hospedaje gratuitos para quienes están destinados a hacer el documento de la realidad argentina; fundar una caja de ayuda mutual. La recomendación y el favor deben ser abandonados.

            Actuando de esta manera daremos a la juventud las afirmaciones con las que ganaremos su respeto. También de nosotros depende que esta juventud se ponga en el camino del optimismo.





MOCIÓN

            Ubicar al país en las áreas de su realidad geográfica y humana, a saber: La metrópoli, la pampa húmeda, la menos húmeda que linda con aquella, la chaqueña, la andina y la patagónica.

            Comisionar a los escritores de cada región a que produzcan el informe de su tierra.

            Someter estos informes a una comisión especial de la SADE. Dirigirse al país con una declaración que contenga la verdad económica, social, política y cultural argentina.

            Dar cuenta de lo actuado al próximo Congreso de Escritores, previsto para mediados de 1962 en Resistencia (Chaco).


Revista UNIVERSIDAD, publicación
de la Universidad Nacional del Litoral
Nº 51; trimestre enero-marzo de 1962.



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El congreso de escritores de Paraná y el escritor provinciano


Editorial de LT 9 Radio
Santa Fe    30 / 11 / 64


            Acaba de clausurarse en Paraná, el Quinto Congreso de Escritores argentinos organizado por la SADE. El congreso, que empezó bajo los mejores auspicios, con abundante copia de discursos protocolares pronunciados en tono enfático y trascendental –y, además, muy cordial, justo es consignarlo− de parte de las autoridades provinciales, nacionales y organizadoras del mismo, contó con la presencia de un grupo bastante representativo de las letras nacionales, aunque se notara la ausencia de los principales valores. Estos, posiblemente, ya fueron a los otros y seguramente estarán escamados… Los escritores porteños fueron huéspedes del Estado entrerriano desde que tomaron el vapor en Buenos Aires. El programa de cenas fue muy copioso; las ironías y las sátiras amables, en que descollaban los más conocidos humoristas, muy celebradas; y todos trataron de hacerse notar por ingenio, versación y alacridad intelectual. Todo anduvo muy bien durante las primeras sesiones. Hasta que, de pronto, de un grupo no muy numeroso, pero sí ruidoso y joven, de asambleístas provincianos, apoyados por un buen sector de la concurrencia profana que asistía a las sesiones desde los palcos, o barra, se dio un nuevo giro a los debates que se desarrollaban casi exclusivamente entre los porteños, por su mayor prestigio intelectual y su mayor conocimiento en el país. El debate dio un brusco vuelco. Los jóvenes provincianos «iracundos» tomaron la palabra y arremetieron contra los que ellos llamaron «monstruos sagrados» de la Capital Federal, y los pusieron, a algunos de ellos, como nunca digan dueñas. Era, en realidad, la reacción de los jóvenes poetas, novelistas y cuentistas de tierra adentro, que se ven siempre postergados por los porteños, que disponen de todos los premios y de todos los medios para hacerse conocer. El meollo de la cuestión era ese: El aprovechamiento excluyente, por los escritores capitalinos, de todas las ventajas que da un ámbito de gran resonancia, de todas las recompensas literarias, con el consiguiente cierre para los de provincia de todos los sitios en que poder publicar sus elucubraciones, las Editoriales, etc., etc. Las palabras subieron de tono, la polémica se convirtió, en cierto momento, en una verdadera pelagra, se abundó en agresividades verbales y hasta hubo arremolinamientos amenazadores en las salas, con el retiro espectacular y sollozante de alguna escritora naturalista, injustamente agraviada. El episodio trascendió el ámbito nacional, a esta reacción de un grupo de jóvenes provincianos en Paraná ya se la ha bautizado como «el grito de Paraná»… Vamos a hacer algunas reflexiones sobre este problema y este grito. No es de ahora. Es viejo. En realidad en todos los congresos nacionales, celebrados, hasta la fecha, por la SADE, ha habido esta protesta de los escritores provincianos contra los porteños, por la indiferencia con que estos los tratan. No hay para ellos –los porteños− más compromisos que con los del interior. Eso es cierto. Lo que ocurrió antes, es que estas recriminaciones de los provincianos no pasaron de los términos de la moderación y la sindéresis en el lenguaje. En cambio aquí, en Paraná, llegó a una verdadera contumelia en la que prometieron hasta cachetadas. Pero vayamos a la cuestión. Es cierto que al escritor provinciano, al que reside y escribe en provincias, no se le presenta un panorama muy halagüeño, no digamos ya para vivir de su pluma, pero ni siquiera para poder publicar un libro. Los editores, en el interior, apenas existen, y los de Buenos Aires no se interesan por descubrir anónimos. Y unos y otros cobran al pobre autor el precio de sus ediciones, si llegan a hacerles el honor de darlas a la prensa. En cambio, es evidente que los escritores capitalinos tienen muchos más recursos para darse a conocer. Tienen los órganos de publicidad que publican sus artículos, poemas y cuentos; tienen a mano a los jurados de los grandes premios nacionales para trabajarlos sutilmente; tienen toda la crítica que se endilgan los unos a los otros, como en una cofradía de compinches: «hoy por mí, mañana por tí»; tienen el favor de los funcionarios públicos que conceden representaciones y medios para viajar; tienen las embajadas, que también les ayudan, y a menudo pecuniariamente por lo que escriben a favor del país respectivo; tienen los «marchand» que les pagan muy bien las críticas, ya sea de sus libros o de sus cuadros, en los grandes diarios y revistas; tienen la ayuda material del Fondo Nacional de las Artes, que pueden trabajar mucho más fácilmente los radicados en la Capital Federal sin que dejemos de reconocer que este organismo oficial también suele ayudar a los escritores y artistas e instituciones de este género en el interior; lo tienen todo, en suma. En cambio para los provincianos, su provincia suele ser una madrastra; pero esto ha sido siempre los corriente y natural, y no debe desanimarlos. La agresividad contra los que tienen la fortuna de vivir en ámbitos donde son más conocidos, pagados y aplaudidos, no revela en quienes así proceden, sino «bovarismo» intelectual, resentimiento y aldeanismo. Así no se supera esa injusticia o desventaja.

            Esto no pasa solamente en la Argentina, repetimos; es universal. No vamos a citar el ejemplo de Cervantes; que tuvo que ir a Madrid y a Roma, a los 21 años, para empezar a hacerse conocer, porque en Sevilla era completamente desconocido. No. Nos basta con los infinitos ejemplos que tenemos en estos tiempos que vivimos. Ningún gran escritor se hizo conocer viviendo y escribiendo en su pueblo. Tuvo siempre, de una u otra manera, que ir a hacerse conocer en alguna gran capital, o centro intelectual de gran resonancia. Eso es lo cajonario. En Francia hay que vivir y publicar en París para ser alguien en las letras; en Inglaterra hay que hacerlo en Londres; en España, en Madrid; en Italia, en Roma; en Irlanda, en Dublín; en Rusia, en Moscú; en Estados Unidos, en Nueva York. El famoso premio Goncourt se digita en París, en una comida en que los miembros de esa Academia, que no han leído ninguno de los libros presentados al concurso, premian al Editor de turno; el premio Nobel se da también por turno a un escritor que ninguno de los miembros de la Academia Sueca la leído ni piensa leer jamás, para lo cual tiene a los embajadores repartidos por todo el mundo que le dicen cuál es el que está en el candelero en la Nación que se quiere honrar. Unamuno no era nadie en Bilbao: tuvo que ir a Madrid para hacerse conocer; Baroja, «el hombre malo de Itsea», era un médico de pueblo en vasconia. Tuvo también que ir a Madrid y poner una panadería para poder publicar sus primeras novelas; y Antonio Machado tuvo que abandonar su cátedra de francés en un colegio secundario de Segovia e irse a Madrid para que lo tomaran en cuenta, y así todos los demás y en todos los países de la tierra. Por eso, los escritores provincianos no tienen que desanimarse; tienen que ir a Buenos Aires y desalojar allí a los «monstruos sagrados» de que hablan. Pero aquí viene el problema principal con el escritor argentino… No se anima de salir de su casa si no tiene para el tranvía. Tiene miedo de la aventura. Ninguno haría lo que Espronceda, que tiró al Tajo las únicas dos pesetas que tenía cuando huía de España hacia Lisboa, porque le parecía muy poca plata para entrar en una capital tan bella. El escritor argentino se siente atado a su familia, al medio que le rodea en el que se siente seguro de no perecer, por lo menos. No hará jamás lo que Hilario Ascasubi, que se embarcó de grumete en el primer bergantín que encontró y se fue a Las Guayanas, y a Estados Unidos y a Europa. Ni lo que los escritores como Echeverría, que se fue a Francia con su guitarra, y allá se la ingenió no sabemos cómo para asistir a la Sorbona, estar cuatro años y medio en Europa y visitar Londres y Berlín, además de concurrir a los salones de Lamartine y Víctor Hugo. Ni lo de Paul Groussac, que se embarcó en Brest en el primer barco que salía sin saber cual era su destino. El escritor de raza tiene que cortar amarras con todo lo que le rodea y detiene. Si no lo hace estará perdido, jamás llegará a ser un gran artista por más que consiga premios y cátedras en Buenos Aires; porque Buenos Aires tampoco debe ser su meta. Su destino debe llevarle más lejos: a otras capitales, a otros mundos. Así se hicieron famosos los grandes ingenios que honran a la humanidad. El escritor no es un animal de tierra firme: es un ave alciónica que vuela por encima de todos los mares y continentes. Con ir a Buenos Aires, a disputar a los porteños aprovechados las prebendas, críticas y premios de que gozan, no habrá hecho nada. El problema es mucho más vasto y más ambicioso. Pero para eso, decimos, hay que tener el espíritu de aventura, el coraje de largarse sin ningún bagaje a un mundo desconocido; el escritor argentino actual no tiene ese coraje. Es un introvertido y un tímido. Solamente va de viaje intelectual y artístico a otro país cuando lo mandan en misión oficial y a cubierto de todas las penurias económicas. Y así no viajaron –no pudieron viajar nunca− ni Cervantes, ni Quevedo, ni Balzac, ni Joyce, ni Darío, ni Chocano, ni Montalvo, ni Hemingway…




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